La Tipografía
Si en sus comienzos el libro impreso conservó las características propias del manuscrito no fue, como se ha escrito, para así confundir al comprador sino simplemente porque no se podía concebir otra forma de libro que no fuese la establecida. A pesar de la obligada actitud mimética observada en sus inicios especto del formato, la composición y la encuadernación, muy pronto empezaron los editores renacentistas a experimentar alternativas originales, desde la creación de tipos, la revisión de formatos y el ornamento en la encuadernación, con lo cual el aspecto del libro impreso adquirió una entidad formal bien distinta del modelo histórico tradicional.
A menudo el libro ilustrado impreso se presentaba en negro, siendo luego coloreado a mano por los iluminadores de manuscritos en sus iniciales, orlas, viñetas, etc. De hecho, durante el siglo XIV y la primera mitad de este siglo XV, antes de la aparición de la tipografía, se estamparon hojas y libros por el procedimiento xilográfico (grabado en madera) que contenían, cada uno, una página completa con el texto y la ilustración grabados a mano sobre un mismo soporte, y cuyas características formales eran por supuesto fieles a la estructura compositiva planteada por el libro manuscrito tradicional. En estas curiosas y rudimentarias ediciones las páginas de los libros aparecen impresas por una sola de sus caras y se conocen con el nombre de anapistográficos.
La aparente complejidad de la técnica tipográfica se reduce a dos elementos fundamentales: los tipos móviles y la prensa de imprimir, inspirada en sus primeras versiones por los modelos de prensas de vino que usaban, por aquel entonces, los vinicultores del Rin en la zona de Mainz (Maguncia). La agilidad en la confección de bloques de texto en base de tipos móviles (una pieza distinta para cada signo) y la novedad impresora de sustituir la grosera y acuosa estampación manual (una hoja de papel sobre una plancha de madera previamente entintada) por una prensa mecánica (aunque de tracción manual) qué actuaba directamente por presión sobre todo el molde graso a imprimir, en un solo contacto, fueron aportaciones revolucionarias meramente técnicas. Por supuesto que el aspecto estético no se resolvía por sí solo con el uso del nuevo invento.
La supremacía tecnológica sobre el tosco, lento e imperfecto procedimiento de estampación de xilografías fue incuestionable, como lo fueron, al principio, la depéndencia al sistema compositivo formal clásico, y el escaso rigor estético generalmente observado: Por ejemplo, los primeros libros impresos por Gutenberg, si bien muestran atención a los aspectos formales de la página, no llegan todavía a conseguir el viejo y deseado objetivo al que siempre aspirarón los sufridos amanuenses: la obtención de un bloque o columna de textó compacto por ambos lados.
Del amplio y variado repertorio de piezas tipográficas «blancas» (es decir, que no aparecen impresas), los espacios de diverso grosor que ayudaron a justificar las longitudes de las lineas (ampliando o reduciendo el espacio entre palabras) permitieron fácilmente superar para siempre ese insalvable escollo. Todas las líneas de una página (contenidas en un bloque o en dos columnas) se podían ajustar a ambos lados del bloque, de manera que formasen una vertical entre el margen blanco del papel y el límite exterior de la mancha impresa, tanto por la derecha como por la izquierda del bloque o columnas de texto.
Sin embargo, a pesar de la mejora evidente que puede comprobarse en la edición de la farmosísima Biblia de 42 líneas, editada entre 1452 y 1455 en Mainz y en la que participó Gutenberg, corrigiendo la desigualdad entre líneas de sus primeros libros impresos, lo cierto es que este monumento editorial sigue siendo deudor, en lo formal, de los manuscritos medievales, así como él resto de la producción gutenberguiana, de temática abrumadoramente religiosa.
Füst, Schöffer y Gutenberg: Página de la Biblia de 42 líneas. Entre 1452-55.
En cambio, en ltalia la situación es completamente distinta. La nueva ordenación intelectual que ha ascendido, por así decir, a pintores, escultores y arquitectos a la categoría de artistas ejemplares, se apoya en una filosofía humanista (y en cierto modo pagana) que comparten y alientan tanto la aristocracia civil y eclesiástica como la poderosa burguesía mercantil. En estas condiciones, los artistas se convierten en parámetro cultural de su tiempo, en abierta ruptura con el cómpromiso místico imperialista en que la Iglesia y el Estado habían situado, hasta entonces, su relación con las artes. Al mismo tiempo, abundan los encargos privados: palacios, villas y residencias se construyen y decoran por los artistas más representativos de la nueva teología platónica.
El diseño del libro impreso-es introducido, lógicamente, en un tiempo en el que las formas visuales son reconsideradas por el análisis racionalizado que el Renacimiento propone, beneficiándose en un primer trasvase de los hallazgos formales de esta vanguardía artística (fenómeno que se repite a lo largo de la historia), y en un momento histórico en el cual la clase intelectual intuye el poder de difusión cultural de la tipografía y acoge entusiásticamente el proyecto.
Tan incondicional es el apoyo que Venecia, en sólo treinta años, se erige en el mayor centro impresor de Europa (lo que equivale a decir del mundo occidental), con cerca de doscientos talleres tipográficos en funcionamiento antes del año 1500 y con una notable diferencia respecto de sus inventores, los vecinos del Norte. La incipiente industria se orienta en Italia hacia la edición de libros profanos, traduciendo a los clásicos griegos y latinos publicando libros de teoría matemática y filosofía contemporáneos, ciertamente básicos para la nueva dinastía profesional que alumbra, tal vez sin proponérselo, el siglo de las categorías: el diseño del libro como exigencia estética de una moderna industria en ciernes de productos en serie.
Esquema de división de un libro de acuerdo a la Regla de Oro y la Divina Proporción Ternaria.
La investigación sobre las proporciones armónicas ideales entre la masa impresa y la superficie de papel en blanco se recogen en un libro capital: el tratado De divina proportione que escribe el fraile Luca Pacioli y que ilustra nada menos que Leonardo da Vinci. La autoridad cómo teórico de Pacioli debía ser indiscutible, a juzgar por el solemne magnífico retrato de autor desconocido (de la escuela de Antonello da Messina) pintado en 1495.
Leonardo da Vinci: Xilografía, 1509.
Por lo que atañe a la arquitectura gráfica del libro impreso, el tratado precisa proporciones y armonías fundamentales, en especial la valoración del punto áureo y el establecimiento de la sección áurea como la de máxima visibilidad e importancia. Desde entonces, la divina proporción tipográfica ternaria será apta para resolver compositivamente «todas las particiones, superficies y proporciones por múltiplos de tres de manera constante y sin contradicción»
El diseño tipográfico
Sería interesante contemplar la historia europea de esta segunda mitad del siglo XV tomando como eje la invención de la tipografía. De un lado, la espectacular expansión durante los primeros cincuenta años, estableciendo una de las primeras industrias culturales de corte moderno, esto es, racionalizando y mecanizando el proceso de producción y distribución de uno de los más dignos bienes de consumo: el libro; y de otro, el papel ideológico que desempeñó como vehículo de difusión cultural.
La inmediata y generalizada demanda de utillaje y experiencia profesional que se precisó para poner en funcionamiento los talleres de tipografía, provocó un doble fenómeno: una insólita diáspora de tipógrafos alemanes que se esparcieron gradualmente por todos los rincones de Europa e, inversamente, la emigración temporal a Alemania de inquietos personajes atraídos por el nuevo invento y deseosos de profundizar rápidamente en sus misterios técnicos, respondiendo así a la fuerte demanda tecnológica que los poderosos Estados burgueses estaban planteando.
Una de las ciudades más codiciadas fue Venecia y, entre los muchos impresores establecidos, en su mayoría alemanes, destaquemos muy especialmente la figura del francés Nicolas Jenson. Aunque francés, Nicolas Jenson procede de Alemania (el año 1458 se le localiza en Mainz), en la época en que Gutenberg participa en la edición de sus Biblias, y se establece en Venecia en 1470. Grabador, tipógrafo y editor, diseñó y fundió un tipo espléndido, conocido justamente como Jenson, que en sus distintas variantes industriales ha sido comercializado hasta el siglo XX.
En efecto, la Jenson corresponde a un tipo clásico explotado por casi todas las grandes empresas del siglo XIX incluso de nuestro siglo. Actualmente,la supremacía de la fotocomposición ha trastocado la escala de valores tradicional en las demandas y apetencias de tipos de letra; sin embargo, la más importante empresa de tipos transferibles mantiene hoy en su catálogo algunas series con la nomenclatura Jenson.
Jenson sufrió la benefactora influericia de las corrientes humanísticas y neoplatónicas de Grecia y Roma, reinterpretadas por el Renacimiento italiano. De permanecer en la gótica Alemania sin la ayuda de metodologías matemáticas y racionalizadoras, muy difícilmente hubiera grabado uno de los mejores tipos de la historia. Partiendo del análisis de la inscripción prototípica de la columna de Trajano para la letra mayúscula, y de la carolingia para la minúscula, diseñó un nuevo tipo de letra romana de una altísima calidad, tanto en su perfil, cuanto en la armónica mancha de las letras.
Jenson representa el origen de una actitud estética y racional en el tratamiento de la página impresa que contradice abiertamente a un generalizado sector de la historiografía de las Artes Gráficas, el cual se obstina en sostener qué los primeros impresores no dedicaban grandes atenciones al aspecto del diseño. Nada más inexacto, a nuestro entender. Desde el propio Gutenberg, cuya evolución a lo largo de su producción así permite estimarlo, al propio Jenson, la escalada estética en la exigencia de conseguir un producto impreso visualmente sugestivo, técnicamente perfecto y, aun, filosóficamente armónico, estimuló a impresores, grabadores y editores a perfeccionar un producto que habría de alcanzar, precisamente en Italia, cotas absolutamente extraordinarias.
Ciertamente, la calidad estética de un impreso ha sido siempre valorada por una exigua minoría de promotores y consumidores. Difícilmente pueden establecerse consideraciones globalizadoras a este respecto en ningún momento histórico preciso. Sin embargo, un dato significativo viene a sumarse a este espléndido período, y es que durante el Humanismo renacentista fue posible articular una armónica relación entre el diseñador, el grabador de tipos, el tipógrafo, el impresor, el encuadernador, y el editor (a menudo aglutinados en una sola persona) cuya afinidad no se ha reproducido jamás con tanta organicidad, por lo menos de forma tan generalizada.
En este sentido, quizá el exponente idóneo sea Aldo Manuzio (1449-1515). Intelectual veneciano, compañero de estudios del filósofo neoplatónico Pico della Mirandola y oportuno yerno del propio Jenson, editó los clásicos griegos y, latinos con una calidad formal verdaderamente poco común. En 1499 edita la Hypnerotomachia Poliphili, uno de los hitos renacentistas del diseño de libros. El inteligente uso de áreas de texto que adoptan formas geométricas no rectangulares se inscribe dentro del clima experimental del nuevo invento, en un radical intento de desmarcar definitivamente la estética del libro impreso de la del manuscrito, cuya jerarquía formal todavía imperaba en la mayoría de las ediciones.
Aldo Manuzio: Página del libro Hyprerotomachio Poliphili. 1499.
La calidad de los 171 grabados en madera anónimos atribuidos erróneamente durante años a Beilini o Mantegna, de ligeros perfiles lineales, establece un equilibrio tonal entre los dibujos y ornamentos y el peso de la caja o bloque de texto que produjeron tal admiración que habrían de ser imitados después incluso de la muerte de Aldo
A juicio de los expertos, la tipografía utilizada para esta edición es la mejor de todas las series de Bembo que para Aldo grabaron Francesco Griffo, Ludovico degli Arrighi, y otros. En diseño, esbeltez, proporción y armonía de los signos,cualquiera de ellas es digna de parangonarse con las magnificas series creadas unos años atrás por su suegro Nicolas Jenson.
De entre todos los tipos grabados para Aldo Manuzio hay que destacar, por encima de todos, la primera tipografía cursiva o inclinada, llamada desde entonces genéricamente aldina o itálica.
A pesar de que el propio Aldo declara haberla creado «para economizar espacio», puesto que la letra cursiva es, ciertamente, algo más estrecha que las redondas habituales, y, por tanto, entraban más espacios impresos (matrices) en un determinado bloque, no resulta ésta, aunque cierta, razón suficientemente satisfactoria.
Recurriendo de nuevo al anecdotario profesional para elaborar con él hipótesis razonables, existe una reveladora leyenda según la cual Aldo Manuzio se inspiró para el diseño de ese tipo inclinado en la letra autógrafa de Francesco Petrarca, de quien editó su Canzonieri.
Al márgen de otras referencias históricas de las que parece deducirse que la letra manuscrita del poeta era, en efecto, de una remarcable belleza y claridad, dentro del estilo bastardo cancilleresco al uso, el éxito inmediato alcanzado por las nuevas ediciones de clásicos grecolatinos,en formato reducido y con la tipografía aldina, deben justificarse, en una historia de diseño gráfico, desde razones menos prosaicas que las del discutible ahorro económico al que el propio Aldo Manuzio alude.
De una parte, la manejabilidad del nuevo formato hubo de ser un factor muy bien acogido por un público más interesado propiamente en leer que en disponer en su biblioteca de grandes libros, manuscritos o impresos siendo, en cierto modo, el primer libro de bolsillo. Como ya se ha dicho, los libros impresos seguían, al principio, los criterios establecidos por los manuscritos y solían, por tanto, editarse en formatos ampulosos y solemnes, a semejanza de sus antecesores. De otra parte, la renuncia al uso de los recién diseñados tipos de raíz romana y su sustitución por una tipografía cursiva debería entenderse no tanto como una operación meramente especulativa, tendiente a abaratar el producto impreso sino, sobre todo, como una clarividente maniobra de marketing, si se nos permite la expresión, acercando así el texto impreso a la estética de la letra caligráfica, mucho más familiar a las super minorías ilustradas del Renacimiento. Cualquier papel escrito, desde las cartas a los contratos, reglamentos, testamentos, etc., aparecían corrientemente redactado en estilo cancilleresco y, en cambio, la nueva tipografía de estilo romano era un producto formal inédito, eminentemente culto y estéticamente sofisticado.
Una edición de textos supuestamente populares debía, en buena lógica, plantearse en estos o parecidos términos. Así entendido, el planteamiento de Aldo para con su letra cursiva resulta sintomáticamente simétrico al de aquellos manuscritos que siglos atrás, se escribieron en lengua vulgar para facilitar el acceso de determinadas obras a un público más amplio.
En el plano estrictamente formal, el libro impreso aporta dos novedades respecto del manuscrito que, aun siendo muy secundarias, revelan por su propia esencia la voluntad de diseño que anidaba en los primeros impresores. Se trata del colofón y de la marca del impresor.
Como su nombre indica, el colofón se situaba en la última página, testificando la fecha y el lugar en que el libro se acababa de imprimir. Si la verdadera carta de identidad del libro se encontraba ya, como hoy, en la portada, el colofón sancionaba el largo y complicado proceso que, en ocasiones, constituía la elaboración de un libro, observándose con frecuencia al consultar alternativamente portada y colofón que el impresor que empezó el libro (y que figura en portada) es distinto del que lo terminó (y que aparece en el colofón).
En cualquier caso, esta última página del libro hay que considerarla un producto específico de diseño gráfico, una especie de anuncio. La composición: del texto adoptaba formas caprichosas, ajenas en general a la del texto del volumen, y la presencia de un grafismo singular, la marca del impresor por ejemplo, contribuía a dar a esa página un carácter visual peculiar.
Aldo Manuzio: Marca de impresión.
La marca del impresor solía contener su nombre completo o bien sus iniciales, complementado con algún símbolo gráfico, bien fuera viñeta u ornamento tipográfico, bien un dibujo que aludiera a su nombre, condición o vocación. El diseño de la marca de Aldo Manuzio, magnífico en su ritmo, composición y caligrafía, presenta un delfín en movimiento sobre la estática estructura de un ancla. Si bien esta y otras marcas escapan hoy a la comprensión exacta de sus elementos simbólicos es cierto que los delfines, las anclas y demás atributos ideados por los primeros impresores jalonan, por puro mimetismo no exento de admiración, las marcas de los impresores de este siglo y de los venideros. En cualquier caso, lo que se trata de plantear aquí es la consciente voluntad de introducir el concepto diseño en un producto artesano-industrial como fue el libro, por parte de unos empresarios dotados de una extraordinaria capacidad estética.