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La edad media (II)



Durante el Románico, el papel político y moral de Cluny fue también considerable. Los tres principios medievales -armonía, jerarquía y concordancia- se unen a la retórica simbólica imponiendo un programa formal en el que, según Focillon, «la decoración es todo un sistema, una inmensa variedad de formas que se justifican por la dialéctica ornamental y por una gramática de las leyes orgánicas a través del mundo animal y vegetal. En la historia del arte románico los cistercienses se levantan en primer plano, no sólo como los inventores de una morfología y de un estilo, las raíces del cual son más profundas, sino también como organizadores»

En efecto la Iglesia propone el diseño de un riguroso programa cuya puntual aplicación y observancia a lo largo y a lo ancho de las rutas en que levantan sus más importantes fundaciones, se encomiendan a un verdadero ejército de artistas itinerantes, inspiradores de las más humildes iniciativas. Nada debe quedar fuera del rigor programático central.

Si el uso de la imagen como elemento fijador de órdenes políticos o religiosos se halla a veces, ligado a estructuras de poder totalitarias, también es cierto que el inteligente uso de la imagen como servicio de comunicación suele coincidir con sociedades cultas y opulentas cuyó gusto estético consigue impregnar los más secundarios elementos de comunicación. Algunos de los impulsores del arte medieval más refinado, desde Cluny a Federico II o el Duque de Berry, manifestaron, a veces escandalosamente, un gusto hacia el lujo y la comodidad que ha quedado reflejado en las obras (y en los libros) que de esos períodos se conservan

Dentro del global anonimato de los autores de tan vasta política de imagen de identidad aparece, hacia el siglo XIII, la denominación de maestro aplicada a los cabezas de grupo o escuela, y con ella una primera forma de individualización, rastreada por los historiadores a través, fundamentalmente, de los contratos de obras. Uno de los sistermatizadores de imágenes más conocido fue el arquitecto francés del siglo XIII Villard de Honnecourt, «misionero» del arte gótico, eminente ilustrador y copista de su propio libro, el famoso álbum que lleva su nombre y en el cual anotó en una bella letra minúscula tardocarólingia breves comentarios a los dibujos a pluma y a tinta que tratan un amplio temario arquitectónico, desde la geometría a la albañilería, desde el ornamento al mobiliario, sin descuidar marginalmente otros sugestivos aspectos como, por ejemplo, una inicial miniada y el deliberado deseo en algunas de las páginas de lograr un depurado y armonioso conjunto plástico con la letra y la imagen.


Manuscrito de Villard de Honnecourt.


A este rico período sistematizador pertenece también la estructura gráfica de otro poderoso lenguaje establecido a base de signos: la escritura musical. Al filo del año mil el monje benedictino italiano Guido de Arezzo codificó y sistematizó el uso de las líneas del pautado musical, estableció las notas de la escala diatónica y colaboró, en definitiva, en la construcción de un complejo y minucioso sistema (precisado y completado de entonces a acá) que, en su opinión, debia facilitar el mecanismo mnemotécnico de «fijar en la memoria sonidos o grupos de sonidos».


Guido de Arezzo


Sin embargo, es en. las calles de la ciudad medieval donde acaso el lenguaje visual se trate desde coordenadas más próximas a las que hoy utiliza el diseño urbano.
En los festejos sociales o militares los infinitos modelos de gallarderes, estandartes, blasones y banderas y la posesión de vistosos escudos -por parte de la nobleza- fomenta una retórica heráldica variada que invade la plaza medieval de afanes protodiseñísticos multicolores.

Estos signos de identificación personal que supone la heráldica son esculpidos sobre los dinteles de las puertas de los nobles, así como los religiosos mandan esculpir sentencias en latín, mientras los gremios y corporaciones les imitan con sus símbolos y herramientas. Esta distinción clasista por medio de simbolos gráficos (practicada por los nobles y ricos y por una distinguida clase media que procedía del sector gremial) se prolongó a lo largo de los siglos siguientes dando lugar, en el siglo XVIII, a la numeración de las casas y a los nombres de las calles.

En una primera etapa la enseña comercial sigue las pautas antiguas griegas y romanas colgando de un clavo, en lo alto de las puertas del establecimiento, los productos en venta; más tarde se colgarán al extremo de un palo situado perpendicularmente a la fachada de la tienda para hacerlos más visibles a distancia (en un recurso probablemente imitado de la posición de las banderas), para acabar sustituyendo los productos reales por su referencia icónica más aproximada, pintada por lo general sobre hierro recortado y ampliando el objeto a una escala superior a la natural, en busca de una mayor y mejor visibilidad.


Enseña de las Corporaciones de Orvieto, 1602.


Con ello se produce un desplazamiento sumamente importante en la historia de la imagen de identidad comercial más vulgar, causado por el salto intelectual que representa para las clases populares la nueva lectura, en la cual el valor referencial no reside ya en la dimensión, textura y demás cualidades derivadas de la presencia real del producto, es decir, en su valor meramente denotativo, sino en el nuevo poder simbólico (o connotativo) de la imagen gráfica, abstracto concepto cultural que en la Edad Media se extendió a todos los órdenes de la vida social

Si atendemos por un momento a la peculiar organización del sector comercial de la ciudad medieval (con diversos estamentos artesanales concentrados en una o varias calles) se comprende fácilmente la lógica que debió impulsar la necesidad de identificar limpiamente un establecimiento de otro. Así sé inició, de un lado, un primer proceso de imagen de identidad corporativa, y uno individual para destacarse de la competencia en términos de publicidad comercial, de otro.

En un trazado urbano estrecho y sinuoso, característico de la ciudad medieval, la fórmula más eficaz de señalización fue, sin duda, la colocación de enseñas colgantes perpendiculares al sentido de circulación de los viandantes, situadas sobre sus cabezas para facilitar así su identificación a distancia. Siguiendo esta lógica, el contexto mayoritariamente analfabeto de posibles compradores exigía de los comerciarites una estrategia elemental en el reclamo: la presencia del objeto en venta, bien fuera en forma de muestra real o bien su representación simbólica (lo más aproximada posible) a gran tamaño.

Paradójicamente, este sugestivo. planteamiento que había caído en desuso, ha sido reinstaurado en la era del automóvil atendiendo a lógicas semejantes. Las Vegas, auténtico paradigma de la ciudad-autopista, reproduce en cierto modo la organización comercial medieval, sólo que a una escala gigantesca y electrónica.

En efecto, casi toda la ciudad se dedica al mismo tipo de actividad comercial: casinos de juego y espectáculo y toda la gama añexa de servicios que la opulenta sociedad del ocio norteamericana consume. En este contexto, la conversión de las fachadas de algunos de estos establecimientos en enormes objetos-simbolo cuya función principal consiste en hacerlos visibles al automovilista, aun circulando a gran velocidad por las carreteras de la ciudad, constituyen un paralelo evidente con las coordenadas que rigieron la estrategia comercial en la sociedad medieval.

En la primera mitad del siglo XIV aparece en Europa la xilografía, y con ella, la estampación. El grabado sobre madera, primer procedimiento de multiplicación seriada y mecánica de copias idénticas a partir de un original, facilita un incipiente consumo de imágenes repetibles, circunscriptas en general a la Iglesia y al Estado como distribuidores de imágenes-recordatorios para que el pueblo no olvidara las consignas, órdenes o dogmas pronunciados desde el púlpito o la plaza. A través del papel y de la madera, laIglesia publicó libros de imágenes, como las célebres Biblias de los pobres, que apenas llevaban texto. La palabra escrita, pues, seguía siendo un medio de comunicación sumamente restringido, en una sociedad que empleaba casi exclusivamente métodos orales de comunicación, como la lectura en alta voz y la predicación, lo que duraría asta que, en los siglos finales de la Edad Media y en conexión con «la creación de instituciones centralizadas, característica del Estado feudal, vuelva a difundirse el conocimiento de la escritura y se multipliquen de nuevo los libros».



Biblia pauperum


A pesar de la preponderancia de la Iglesia y el Estado, algunas iniciativas de la comunicación estampada sobre papel corresponden al sector privado, de entre las cuales cabe distinguir, sobre todo, las barajas de naipes, una pequeña maravilla gráfica.

El uso del módulo, la sistematización de formatos, papeles y respaldos de naipe; la metodología de los procesos de diseño y reproducción; el conocimiento de las técnicas de estampación; el posterior coloreado de las imágenes en negro y la imaginativa utilización de repertorios icónicos fácilmente codificables por el pueblo, sitúan todavía hoy la creación de estos materiales lúdicos de representación visual dentro de un proceso de diseño empirico de gran categoría. La corrección del planteamiento y la coherencia interna, por lo inesperada y prematura, permiten poner, cuando menos reparos a la un tanto dogmática creencia de que tan sólo el paradigma científico es susceptible de resolver aceptablemente la planificación de un programa de diseño minimamente complejo. El completo compendio técnico-gráfico que constituyen las barajas de naipes como productos exclusivos de diseño gráfico que desde el siglo XIV ha variado imperceptiblemente, y otros que irán apareciendo a lo largo de este trabajo, permiten conceder al proceso imaginativo (con suficientes mecanismos instintivos de análisis, verificación, sistematización, etc.) tanta fiabilidad y eficacia como los que se supone a los obtenidos con la ayuda de medios tecnológicos o exclusivamente científicos.



Baraja de Vichy, mediados del siglo XV



Recopilación del libro "El diseño gráfico, desde sus orígenes hasta nuestros días", de Enric Satué. Alianza Editorial