Al margen de sus atribuciones específicas en cuanto a medios de información, las artes visuales constituyeron para las élites aristocráticas griegas y romanas objeto de culto y admiración en sí mismas. Curiosamente, sus autores no alcanzaron con facilidad idéntico rango. Excepto algunos casos verdaderamente excepcionales, las crónicas de la Antigüedad son extremadamente parcas en sus referencias a artistas concretos (escultores, arquitectos, pintores). Parece suficientemente sólida la tesis según la cual la sociedad culta manifestaba un cierto desprecio por todo aquel que debía ganarse la ida realizando algún tipo de esfuerzo físico, desde pintores a escultores.
Según cuenta Burckhardt, uno de los pintores más celebrados del período griego clásico (Zeuxis), quien recibía frecuentes encargos privados, acabó por desilusionarse del público porque «pasaba por alto la belleza de la ejecución, admirando solamente el tema del cuadro». Cuando una comunicación visual, sea cuál fuere su medio de expresión, sirve a un poder fáctico (político o económico, público o privado), convierte al emisor en co-partícipe del proyecto, a un nivel jerárquico incluso superior al del autor material del tema, cuya participación se salda con una recompensa material y, a lo sumo, con el reconocimiento público, de una determinada habilidad gráfica. En nuestra sociedad el tipo de valoración que del «artista» o del diseñador gráfico se hace no está, muy lejos de la de los antiguos, limitándose ambos, en último término, a reconocerle, una curiosa y mágica habilidad manual. «No cabe duda de que era el patrono quien daba las órdenes, como lo hacía con un carpintero, un sastre o un zapatero. El artista podía ser creativo y personal en la medida de sus capacidades naturales y adquiridas, pero siempre dentro de las condiciones que imponía la persona que le daba la orden.
Frente a ese desinterés global por resaltar la individualidad del artista (aspecto que se reivindicará
en el Renacimiento con toda claridad), los calígrafos, talladores de lápidas
y demás ejecutantes parciales del trámite comunicativo mas primario han permanecido en un absoluto anonimato.
Hasta el siglo XV, coincidiendo con los primeros procedimientos mecánicos de reproducción y
multiplicación exacta de imágenes, y con la creciente intervención de la iniciativa privada en la producción
de informaciones visuales con finés exclusivamente comerciales,
no se dividirán claramente las dos actividades (la del artista y la del diseñador gráfico) al
revelar progresivamente a pintores y escultores de los más prosaicos quehaceres.
El lamento de Zeuxis apela, pues, a una cuestión
capital para entender hasta qué punto la lectura de
una representación gráfica cualquiera se reducía a
su aspecto más literal: el tema del asunto. Aquellos
elementos ajenos a él, como son el estilo o la técnica, que singularizan
el tratamiento de temas convencionales cualificando al mismo tiempo a su autor,
se pasó olímpicamente por alto durante toda la Antigüedad, por lo menos de una manera general,
perpetuándose en el Período Gótico y aún en el
primer Renacimiento.
Quizás resulte más lógico creer, con Malraux, que «cuando un artista de la Edad Media esculpía un crucifijo o cuando un escultor egipcio modelaba los rostros de los dobles funerarios, creaban objetos que podemos considerar como fetiches o figuras sagradas, porque no pensaban en objetos de arte. No hubieran podido concebir que se les tomara como tales. Un crucifijo estaba allí representando a un muerto, y la idea de que un día se reunieran en un mismo museo para estudiar sus volúmenes o sus líneas la hubieran concebido únicamente como una profanación.
Esta idea de fetiche o figura sagrada era perfectamente compartida, en líneas generales, por los propios lectores de ésas imágenes. Entre las 48 Anunciaciones catalogadas por L. Rudrauf en su estudio, pueden establecerse con claridad categorías cualitativas profundas respecto de las diversas individualidades o autorías que en él se contienen. Ahora bien, por lo que respecta a los datos suministrados en la formulación del encargo están todos ellos puntual e invariablemente recogidos. Su naturaleza emblemática se concreta en unos pocos puntos básicos: el ángel siempre a la izquierda del cuadro (según la posición del espectador), de pie o de rodillas; la figura de la Virgen, sentada o de rodillas, a la derecha, leyendo u orando. El punto de vista, generalmente, frontal y la posición de las figuras suele ofrecer el perfil al espectador (por lo que se refiere al ángel) y tres cuartos (por lo que respecta a la Virgen). El Espíritu Santo, en forma de paloma y en actitud de volar, suele circular por la parte superior de la composición, contemplando y presidiendo la escena. Escena limitada, al fondo, entre las dos figuras, por un paisaje exhuberante y primaveral como símbolo de fertilidad y, cerca de las figuras, es frecuente también hallar un búcaro o ramillete de azucenas simbolizando la pureza.
"Anunciación", Fra Angélico, 1425-28. Museo del Prado, España.
Para un observador superficial o para aquel que no posea otro esquema paradigmático que el más elemental (en este ejemplo el objeto alude a una escena de tipo religioso fuertemente codificada), los ros básicos introducidos por el emisor son leídos a través de mecanismos tan primarios como los utilizados para leer un texto impreso: descifrando linealmente el contenido del mensaje. La distinción, por ejemplo, entre las Anunciaciones de Leonardo, Fra Angelico. o Ferrer Bassa, se efectúa necesariamente por encima del estereotipo de su lectura más primaria y depende, lógicamente, del grado de exigencia cultural y conocimiento estético de cada lector o de la dimensión crítica de su memoria visual.
De la misma manera que pocos, poquísimos lectores son hoy capaces de advertir el tipo de letra en que se formaliza un texto impreso, hay que pensar que al receptor medio de tales Anunciaciones (es decir, el feligrés contemporáneo a ellas) debía importarle muy poco el nombre del autor material del objeto sagrado y las sutiles variantes a percibir. entre uno y otro.
Volviendo al hilo conductor de la reflexión histórica, el Cristianismo, apoyando su ideología revolucionaria sobre las espaldas de las masas mayoritariamente analfabetas, acudió una y otra vez a la representación gráfica como el medio más eficaz de comunicación elemental. Eso permitió al artista, al cabo de siglos de fiel colaboración, alcanzar el apetecido status al que desde la Antigüedad aspiraba, mucho antes de la desilusión de Zeuxis.
Utilizando la habilidad gráfica de anónimos creadores, el Cristianismo elabora una verdadera política de imagen gráfica de grandes proporciones, desde los balbuceos de la ingenua emblemática conservada en las catacumbas hasta el refinado esplendor de Bizancio, a través de cuyos mosaicos se afirma el poder espiritual de la Iglesia por medio de un lenguaje simbólico esquemático y jerarquizado cuya lectura, exige del pueblo un reconocimiento (que no una lectura) de carácter subjetivo. de aquello que no ven ni saben, convirtiendo así la lectura de imágenes en un acto de fe.
Panel del mosaico imperial de la pared norte del presbiterio de San Vital (Ravena, Italia), que representa al emperador Justiniano junto al arzobispo Maximiano con sus sacerdotes y soldados.
En opinión de Etienne Gilson, era muy frecuente en la Edad Media la interpretación simbólica. «El sentido simbólico de los seres llegó a ser de tal importancia que, a veces, se olvidaba verificar la existencia misma de aquello que simbolizaba» (y, por supuesto, desde la posición del lector se neutralizaba toda posibilidad de verificación, por falta de datos culturales, dando por buenos los símbolos que el emisor del mensaje proponía). «Un animal fabuloso como el fénix, por ejemplo constituía un símbolo tan preciso de la resurrección de Cristo, que nadie pensaba en preguntar si existía el fénix
Tan potente es el cuerpo iconográfico desarrollado por el primer Cristianismo que, a pesar de la caida del Imperio de Occidente, las sucesivas invasiones bárbaras que alcanzan todos los confines de la actual Europa introducen aspectos plásticos de la cultura bizantina muy importantes para la evolución del diseño gráfico, particularmente por lo que se refiere a la ornamentación del libro manuscrito: las miniaturas (minuciosas ilustraciones de origen oriental) y las iniciales ornamentadas, cuya filigrana alcanzará en Irlanda, y en la España mozárabe cotas verdaderamente notables. Los libros litúrgicos fueron escritos con gran aplicación y al mismo tiempo ricamente ilustrados con decoraciones ornamentales y figurativas. A partir de los siglos VIII y IX se desarrolla una ilustración que constituye el gran esfuerzo artístico de la Edad Media. En los escritorios (los talleres de los conventos) se realizan los códices según un sistema de división del trabajo. En el estilo, propio de su época, estos productos muestran una admirable unidad entre escritura e imagen.
Libro de Kells, año 800, folio 292. Biblioteca del Trinity College, Dublin, Irlanda.
Miniatura del "Comentario al Apocalipsis", Beato de Liébana, Siglo X.
Los fondos de libros escritos, en las bibliotecas de los conventos y monasterios, no se límitan a los textos cristianos. Estos lugares eran, con frecuencia, importantes centros de investigación de una extraordinaria amplitud de miras. Utilizaban textos literarios y cientificos, que copiaban y enviaban a otros conventos. De esta forma, se han conservado para la posteridad obras de literatura griega y Romana, y escritos científicos, incluso árabes (geografía, astronomía, botánica, medicina).
Desde el siglo IX al XI el Estado y la Iglesia parecen alternar su participación. rectora en la elaboración de un ambicioso programa de diseño de imagen de ideritidad, sin duda alguna el de mayores proporciones y objetivos que se haya planteado jamás ente alguno, coinicidiendo significativamente con la etapa más rigurosamente feudal de toda la Edad Media. Este fenómeno se ha de repetir otras veces a lo largo de la historia.
En el plano gráfico la figura de Carlomagno emerge como la voluntad sistematizadora más potente de la Antigiedad cristiana. Unificador de culturas y de imperios bajo el ideal de la reconscrucción del Imperio Romano, utiliza los servicios de todo individuo dotado de esa particular habilidad gráfica que hemos ido señalando a lo largo de este capítulo. A través de los equipos de calígrafos monásticos, implanta la "escritura carolingia" como unidad formal de expresión transnacional a toda Europa. Esta escritura, trazada con una pluma cortada en sección, resume los primeros intentos unciales del siglo VI y los merovingios del siglo VIII, y es el origen de nuestra actual letra minúscula. Más tarde se bifurcará en dos tendencias divergentes: de un lado nacerá la llarada letra gótica y de otra la caligráfica o cancilleresca.
Asimismo, la miniatura adquiere niveles preciosistas con la intervención del oro bruñido y la inicial miniada que, en sus diversas evoluciones estilísticas ha llegado hasta nosotros procedente del renacimiento carolingio
El enorme esfuerzo unificador que a través de la escritura propugnaba Carlomagno ño rebajó (ni muchísimo menos) el auge de la retórica simbólica a través de la cultura gráfica, implantada sin obstáculos en una sociedad cuyo índice de lectores, incluidas las clases dirigentes, era bajísimo. Rindiendo culto a esa retórica, el propio emperador diseñó (o bien se hizo diseñar) un monograma que resume perfectamente en un símbolo gráfico concluyente el nombre latino del monarca, con el que solía rúbricar todos los documentos reales.
Monograma de Carlomagno.