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Cómic: Antecedentes y pioneros

Caricaturas y grabados

Prácticamente desde que el ser humano tuvo la capacidad de abstracción necesaria para hacerlo, ha contado historias empleando imágenes. Por eso podemos decir que de algún modo la narrativa gráfica ha existido desde siempre, y la historia universal del arte da buena cuenta de ello, desde las pinturas rupestres de Altamira a los cantares de ciego. Sin embargo, el cómic es un medio relativamente nuevo, porque nace vinculado a la posibilidad de reproducirlo, rasgo que establece la diferencia entre obras como las cantigas de Santa María –frecuentemente mencionadas como antecedente del cómic– y la historieta: frente a la obra de arte única e irreproducible, el cómic es un objeto industrial, es decir, que se reproduce masivamente mediante medios mecánicos.

El germen del cómic está, por tanto, en la imprenta. El invento de Johannes Gutenberg inició a mediados del siglo XV la industria del libro, al permitir copiar de un modo relativamente rápido las obras literarias. Después, los medios técnicos se fueron perfeccionando, y permitieron la aparición de la prensa en el siglo XVI, cuya popularización en el XIX se convertirá en una de las claves para entender el nacimiento del cómic tal y como lo conocemos hoy en día. Pero no adelantemos acontecimientos. Vayamos a la Suiza del siglo XIX. Allí nos encontramos con Rodolphe Töpffer, un profesor al que su miopía impidió seguir los pasos del padre, pintor de paisajes. Töpffer, que llegó a ser un intelectual respetado en su época, superaba esa frustración infantil dibujando, por puro entretenimiento, unas pequeñas historias a las que llamaba garabatos, y que distribuía entre sus alumnos. Estas historietas, de formato apaisado y dibujo apresurado, pueden considerarse el inicio del cómic moderno. Aunque Töpffer sentía que tenía que poner todo su empeño en triunfar como literato, quizás los elogios a sus viñetas de un anciano Goethe le hicieron seguir dibujando y, con el tiempo, publicó sus garabatos en álbumes que se vendieron en varios países europeos con bastante éxito. No faltaron críticas a su trabajo, voces académicas que lo consideraban de mal gusto y sin ningún valor artístico. Pese a ello, los dibujos de Töpffer, en opinión de historiadores como Santiago García, sembraron las semillas del cómic, ya que llamaron la atención de muchos artistas, que comenzaron a hacer sus propias historietas, como el alemán Wilhelm Busch y su Max und Moritz.

Sin embargo, hay otra disciplina que debemos tener en cuenta: el grabado. La litografía, una técnica que vivió su época de apogeo en el siglo XIX, permitió incluir en las publicaciones de prensa ilustraciones de gran calidad que en un principio se usaron con fines meramente ilustrativos e informativos, pero que pronto revelaron su verdadero poder como herramienta de crítica contra el sistema. Es el nacimiento de la caricatura, el dibujo deformado y exagerado con fines satíricos, que permite tanto la burla más zafia como la más sutil. Maestros del grabado hubo muchos en el siglo XIX, aunque el primero en alcanzar renombre lo hizo en el siglo anterior: el inglés William Hogarth, una de las influencias de Töpffer. Pero el más importante grabador satírico fue francés: Honoré Daumier.

Daumier (1808-1879) fue escultor, pintor y, sobre todo, grabador. Republicano convencido, influido por Voltaire y Rousseau, Daumier utilizará su arte y la técnica de la litografía para lanzar ácidas críticas contra los políticos de su época, en periódicos como La Silhouette – donde comenzó a publicar– o Le Charivari, de corte satírico. Obras como Gargantúa o El cuerpo legislativo le supusieron múltiples problemas con la justicia e incluso una estancia en prisión por caricaturizar al rey Luis Felipe I. Daumier crea o renueva muchos de los recursos gráficos asociados a la caricatura y, más tarde, al cómic. Su influencia y la de otros satíricos de su época es innegable en la mayor parte de los dibujantes que en todo el mundo cultivaron la caricatura política o social.

En cierto modo, fue la unión de la tradición del grabado satírico y los hallazgos narrativos de Töpffer, que dotaron de «movimiento» a los dibujos, la que dará a luz al cómic tal y como lo conocemos en los años finales del siglo XIX. Sin embargo, la caricatura tiene un peso específico, dado que comparte soporte con el cómic: ambos se desarrollaron en los periódicos.


El cómic llega a la prensa

En efecto, el cómic, ese arte que apareció casi en la bisagra de los dos siglos, nace en la prensa y crecerá en ella durante varias décadas antes de saltar a otros soportes. Conviene que vayamos diciendo que en el cómic el soporte es más que eso: determina en buena medida el tipo de historia y las formas narrativas con que puede contarse. Estos primeros años de vida vinculados estrechamente a la prensa son, por tanto, esenciales, y además nos darán la medida de hasta qué punto el cómic pudo llegar a ser relevante socialmente.

Viajemos a Estados Unidos, años noventa del siglo XIX. La prensa, desarrollada durante las últimas décadas, está a punto de comenzar su edad de oro. Los medios técnicos y el aumento de la alfabetización entre la población estadounidense permitieron la aparición de grandes imperios de la comunicación. Concretamente, los de dos magnates que van a cambiar la manera en la que se hacía periodismo y se editaban periódicos: William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer. Ambos irrumpieron en la prensa neoyorkina con ideas revolucionarias y una nueva forma de contar las noticias, más sensacionalista y con una presencia de la imagen mucho más importante que hasta entonces. Pulitzer, que con los años acabaría dando nombre a los premios más conocidos de periodismo a nivel mundial, fue el primero en imprimir a color su diario, el New York World. Era 1894 y empezaba una nueva era en la prensa estadounidense. El color abría la puerta a un mundo de posibilidades que Pulitzer estaba decidido a exprimir. Las consecuencias pronto se apreciaron en las páginas de cómic que aparecían en el New York World. En 1895 aparece en la edición dominical la primera página de historieta a color de la historia: Hogan’s Alley (El callejón de Hogan). Obra de Richard Felton Outcault, esta página mostraba, acompañada de texto, una única ilustración en la que se veían escenas de la vida cotidiana de un barrio humilde de Nueva York, protagonizadas sobre todo por una pandilla de niños, entre los que estaba uno calvo vestido con un enorme camisón amarillo: The Yellow Kid. Como una versión tosca del bocadillo de texto, las palabras que decía este chaval estaban escritas en su camisón. El impacto de esta historieta fue tal que muy a menudo se le atribuye, equivocadamente, la condición de primer cómic. Más allá de ese error recurrente, aunque hoy cueste imaginárselo, Hogan’s Alley fue un auténtico fenómeno de masas. De hecho, estuvo en el centro de la primera gran guerra entre corporaciones de la prensa.



Todo empezó cuando Hearst, hombre de negocios expeditivo y de métodos incendiarios, decidió declararle la guerra a Pulitzer con una acción insólita: contrató a todo el personal encargado del suplemento dominical del New York World, incluido Outcault, para que trabajaran en una nueva publicación, American Humorist. Pulitzer llevó el caso a los tribunales, que tomaron una decisión sorprendente: se decidió que Pulitzer podía seguir utilizando el título de Hogan’s Alley, con otros dibujantes, mientras que Outcault podía seguir dibujando a sus personajes en su nueva editorial, pero sin usar el nombre. Todo este affaire nos muestra hasta qué punto era popular e influyente. El resto de los periódicos satirizaron todo el proceso en sus propias viñetas, y además acuñaron un término para referirse a partir de entonces a los periódicos sensacionalistas derivado de The Yellow Kid. Sí, en efecto: la expresión «prensa amarilla» proviene de este cómic.

El éxito y la increíble creatividad de Hogan’s Alley no pasan desapercibidos, y darán lugar a una época en la que dibujantes de increíble talento, gracias a la demanda de historietas por parte de la prensa de todo el país, crearán obras caracterizadas por una gran libertad formal. El cómic, un recién nacido, no tenía aún reglas establecidas ni convención alguna; se van creando, en realidad, durante estos primeros años. Estos autores, que enseguida vamos a repasar, experimentaron con las posibilidades del medio, y fijaron sus recursos y elementos más característicos, desde el bocadillo a la onomatopeya, o incluso el orden de lectura del texto y las viñetas. Fue un campo de pruebas fresco y excitante, que atraerá a artistas de todas las disciplinas por sus posibilidades inexploradas. El propio Outcault con Buster Brown, Frederik B. Opper y su Alphonse and Gaston, el extrañísimo pero magistral Gustave Verbeek con The Upside-Downs of Little Lady Lovekins and Oldman Muffaroo –una historieta que se leía al derecho y al revés, girando la página–, el Bringing Up Father de George McManus y su afilada crítica social de las clases acomodadas y los nuevos ricos, James Swinnerton y su Little Jimmy… sería imposible acercarnos a todos los grandes creadores que dan forma al cómic durante las dos primeras décadas del siglo XX. Pero hay cinco nombres imprescindibles para la historia del tebeo, cuya importancia obliga a detenernos.

Rudolph Dirks recibió el encargo por parte de William R. Hearst de realizar una versión de la tira de Busch, Max und Moritz, que ya mencionamos. El resultado, The Katzenjammer Kids, cuenta las trastadas que los hermanos Hans y Moritz les hacen a su madre y a Der Captain, un personaje que Dirks introducirá en la serie tras un parón motivado por la guerra de Cuba. The Katzenjammer Kids se convertirá en un gran éxito, tal vez no a la altura de lo que supuso Hogan’s Alley, pero aun así reseñable. Cuando Dirks se tomó un año sabático, Hearst ofreció la serie a Harold H. Knerr, un dibujante que obtuvo tales resultados que, a la vuelta de Dirks, seguirá al frente de la página dominical en detrimento de su creador. Ahí entra en escena Pulitzer, que, ansioso por devolverle la jugada a su gran rival, contrató a Dirks en 1914 para que continuase con su trabajo, aunque, lógicamente, bajo otro nombre: Hans und Frizt. Ambos cómics convivirán, aunque con cambios en sus títulos –durante la Primera Guerra Mundial, para disimular los orígenes alemanes de los protagonistas–, hasta que la segunda versión finalice en 1979. La tira original, la que heredó Knerr, sigue produciéndose hoy en día en manos de otros dibujantes. Winsor McCay fue uno de los artistas más importantes de comienzos del siglo XX. Cultivó la ilustración, fue pionero del cine de animación con cortometrajes como Gertie the Dinosaur y creó varias series de cómic para diferentes periódicos. McCay se lanzó a la experimentación sin prejuicios, e hizo avanzar el lenguaje del cómic a una velocidad de vértigo en pocos años. Dio forma a muchos recursos narrativos y estéticos que hoy siguen siendo parte del cómic, desarrolló el metalenguaje del mismo, dibujando historietas en las que los elementos narrativos –marcos de viñeta, bocadillos– podían interactuar con los personajes, o rompiendo la cuarta pared. Primero con Little Sammy Sneeze (El estornudo del pequeño Sammy) o Dream of the Rarebit Fiend, y pronto con su mejor creación y por la que se le recordará siempre: Little Nemo in Slumberland (El pequeño Nemo en el país de los sueños). Aparecida entre 1905 y 1914 y en una etapa posterior entre 1924 y 1926, la obra magna de McCay es sin duda la primera gran obra maestra de la historia del cómic. Cada página era un derroche de imaginación y talento, que aprovechaba los viajes nocturnos del protagonista, Nemo, al país del rey Morfeo para crear planchas llenas de belleza y magia, que incluso vistas hoy, un siglo después de su creación, asombran por su increíble calidad y su estética vanguardista. Fue también en esta serie donde McCay se lanzó definitivamente al experimento, consiguiendo efectos y desarrollando herramientas que serán una poderosa influencia en muchos dibujantes posteriores.



George Herriman era un nativo de Nueva Orleans que se mudó a Nueva York y que con tan sólo veinte años, en 1900, ya publicó sus primeros dibujos. Pero su mayor aportación a la historia del cómic, y una obra maestra indiscutible, no llegó hasta 1913: Krazy Kat. Publicada hasta 1944, Krazy Kat estaba ambientada en el Coconino County, un universo desértico con sus propias leyes físicas, en el que se repite con infinitas iteraciones el mismo tema: el ratón Ignatz le asesta un ladrillazo a Krazy, una gata –o gato; nunca queda del todo claro– enamorada de él, y el oficial Pup lo detiene y encierra en la cárcel. La serie no tiene continuidad ni coherencia, y se basa en el puro surrealismo, en el humor y en la poesía visual que Herriman es capaz de transmitir. Krazy Kat es imaginación, improvisación y delirio. Hay quien la ha comparado con el jazz, y no le falta razón. Herriman retuerce las leyes del dibujo en ingeniosas piruetas metalingüísticas, al tiempo que desarrolla una lengua propia, en la que mezcla yiddish, español, francés e inglés, de la que resulta un galimatías de juegos de palabras con base fonética: puro dadaísmo que lamentablemente es imposible traducir conservando su esencia a otros idiomas. Krazy Kat fue durante tres décadas la obra más experimental y original del cómic estadounidense, y su influencia puede rastrearse en los creadores más vanguardistas del medio, como es el caso de Jim Woodring, de quien hablaremos a su debido tiempo, pero fue también una referencia cultural de primer orden, admirada por muchos de los artistas más relevantes del siglo, como Picasso, rendido admirador de Herriman.



Frank King es otro de los más grandes pioneros del cómic. Natural de Wisconsin, comenzó a ganarse la vida dibujando muy joven, al tiempo que asistía a clases en la Academia de Bellas Artes de Chicago. Su primera serie fue The Rectangle, publicada originalmente en el Chicago Tribune en 1913. Pero el momento en el que King comienza a hacer verdadera historia de la historieta llegará un poco después, en 1918, cuando introduzca en su tira al personaje de Walt Wallet y la renombre como Sunday morning in Gasoline Alley, pronto conocida como simplemente Gasoline Alley. La serie se convirtió en un trabajo descomunal, que admite pocas comparaciones, ya que se ha publicado ininterrumpidamente desde entonces hasta nuestros días, aunque lógicamente en otras manos; King estuvo al frente hasta 1956. Fueron treinta y ocho años en los que desarrolló su particular universo, donde introdujo una novedad fundamental para su éxito: mientras que en todas las tiras contemporáneas los personajes vivían sus peripecias en un limbo temporal, en Gasoline Alley el tiempo transcurría a la par que el del mundo de fuera de las viñetas, de manera que los personajes, a lo largo de los años, crecían, se casaban, se jubilaban… y morían. Skeezix, el hijo adoptivo de Walt, apareció en la serie siendo un bebé recién nacido, y actualmente es abuelo. Esto fue lo que le dio a la tira su dimensión de saga, de historia sin fin. Evidentemente, esta genial idea no habría sido nada sin el talento del autor. A partir de 1920, King comenzó a usar la página dominical para desplegar todo tipo de experimentos narrativos y formales, jugando con el color o las viñetas de manera única.



Por último, tenemos a Elzie Crisler Segar, autor de Thimble Theater desde 1919. Fue una serie de protagonismo coral y humor absurdo cercano al cine mudo, cuyo título seguramente no suene al lector, pero a buen seguro el personaje que Segar introdujo en 1929 sí lo hará: Popeye. El marinero tuerto de habla casi ininteligible se convirtió en el protagonista absoluto de la tira y comenzó a vivir extrañas aventuras por todo el mundo, enfrentado a la Bruja del mar o a los Goon. Aunque la serie de dibujos lo consagró como un icono de la cultura de masas y lo convirtió en un apologeta del consumo de espinacas, lo cierto es que, en sus orígenes en la prensa, Popeye obtenía su extraordinaria fuerza frotando una gallina mágica. Segar fue incorporando extravagantes personajes a la tira y perfeccionó su estilo caricaturesco, que influirá muchos años después a un joven Robert Crumb. Murió prematuramente en 1938, víctima de una leucemia, y Thimble Theater continuó su andadura hasta nuestros días en manos de otros artistas.



Recopilación del libro "Breve historia del cómic", de Gerardo Vilches Fuentes. Ediciones Nowtilus, S.L.

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