En el devenir histórico del conjunto de tipologías que constituyen el diseño gráfico (la edícíón, la publicidad y la identidad), cxisten períodos excepcionales fuertemente marcados por alguna de ellas en particular. Durante el siglo XV -y en general a lo largo de todo el Renacimiento- destaca nítidamente la disciplina editorial y en ella, muy especialmente, el libro: una de las mayores correas de transmisión de la cultura occidental, que hasta entonces había permanecido discretamente postergada, al abrigo del consumo público, sirviendo más a menudo a exquisitas aficiones inventariales que a propósitos sociales de divulgación de conocimientos
En cierto modo, la socialización -siquiera formal- de la cultura no podía plantearse seriamente más que tras la invención de uno de sus medios de difusión naturales (la tipografía), y en un tiempo histórico en el cual -por primera vez en la Era Cristiana- el Teísmo convivió oficialmente Con una filosofía seglar: el Humanismo
Durante el analítico siglo XV el Renacimiento culmina la supremacía del pensamiento condensando en el libro impreso la mayor parte de sus principios doctrinales estético-filosófico-matemáticos. El resultado, espectacular, es que en poco más de cincuenta años (los primeros de la tipografía) el libro adquiere como objeto cultural un valor de absoluta plenitud.
También será definitivo en su esencia objetiva. En efecto, tal y como lo expresaba el ilustre bibliófilo catalán Ramon Miquel i Planas en 1902, «considerado en su aspecto material, el libro no ha pasado de la que ya dio de sí en tiempos de Gutenberg. En lo que se refiere a la ilustración, nada o bien poco ha podido er arte añadir a lo que aparece ya en los códices manuscritos y en los incunables de la imprenta. Respecto de los tipos y la impresión, han podido mejorarse los procedimientos, se han afinado los matices, se han combinado entre sí los efectos y se han asegurado las técnicas gráficas. Pero en el incunable está ya todo lo nuevo y tal vez lo futuro».
No en vano, a mediados de este formidable siglo coinciden en Europa dos procesos capitales para la cultura occidental (el Renacimiento y la invención de la tipografía) que, reducidos aquí el ámbito de la comunicación visual, hay que entender como el verdadero núcleo fundador y disciplinar del diseño gráfico moderno, materializado en el libro como producto gráfico.
En efecto, alrededor del año 1440 se inventa en Alernania un procedimiento de impresión a base de tipos móviles, intercambiables y reutilizables que revoluciona el vehículo tradicional de la transmisión de conocimientos e ideas a través de la escritura, trazándose una línea divisoria -que habrá de ser definitiva- entre la cultura manuscrita y la cultura impresa.
Paralelamente, en Italia se está desarrollando un riguroso movimiento intelectual que, en pleno Quattrocento, replantea la concepción medieval del arte (heredada a su vez de la Antigüedad) y cuyas primeras consecuencias (por lo que al diseño puede referirse) se concretan en la división y el reconocimiento del trabajo artístico, estructurando así una nueva relación sobre la base de categorías intelectuales diferenciadas.
Desde el año 1436, en que Leone Battista AIberti analiza en su Tratado de la Pintura el aspecto intelectual de la creación del artista, sus conceptos sobre la personalidad artística y el estilo individual serán constantemente enarbolados como lemas reivindicativos durante siglo y medio a través de numerosos tratados, algunos escritos por grandes pintores, como Piero della Francesca, Andrea Mantegna, Leonardo da Vinci, Albrecht Dürer, y más tarde Giorgio Vasari y Giovanni Paolo Lornazzo, entre otros.
Alfabeto de Luca Pacioli en su obra "De Divina Proportione", 1509.
Además de la perspectiva, las proporciones, los órdenes, las relaciones armónicas, la aritmética y la geometría, se atiende también a temas específicos del futuro diseño gráfico como son la correcta construcción de las letras o la arquitectura gráfica, sirviéndose para ello de los conceptos matemáticos en boga cuyo simbolismo se convertirá en otro de los estilos que definen hoy la estética renacentista.
"Si la perspectiva no es un momento artístico, constituye, sin embargo, un momento estilístico y, utilizando el feliz término acuñado por Ernst Cassirer, debe servir a la historia del arte como una de aquellas formas simbólicas mediante las cuales un particular contenido espiritual se une a un signo sensible concreto y se identifica íntimamente con él".
En estas condiciones, la llegada a Italia del nuevo invento (la tipografía) no podía menos que despertar fervorosos entusiasmos. No sólo por el factor esencial de favorecer el simultáneo acceso a la cultura escrita de nuevos y amplios sectores sociales (mediante la simple y mecánica multiplicación de copias idénticas al original) sino debido también, fundamentalmente, a una curiosa coincidencia que convierte ambos procesos -el tipográfico y el intelectual- en signiflcativamente complementarios.
El revolucionario invento procedente de la gótica Alemania está estructurado con arreglo a conjuntos de piezas combinables ya operaciones exactamente proporcionales, modulares y armónicas.
Muestras de tipos móviles de imprenta.
Las pequeñas piezas que constituyen las letras son encajables una a otras así como el resto del material tipográfico (signos de puntuación, orlas. viñetas, filetes y espacios) en un conjunto de piezas combinables que da como resultado geométrico final una forma rectangular o cuadrada (según el marco de cada prensa) que se inserta en un solo bloque, en la platina que determina el molde a imprimir.
Esta concepción encaja precisamente con la vocación racionalizadora del Renacimiento que, lógicamente, ha de ver en la página impresa un medio de expresión paradigmático, hecho a la medida de su idea de la perfección matemática del mundo.
Como excepción a la regla se cuenta que el "divino" Rafael de Urbino no quiso jamás tener libros que no fuesen manuscritos, porque los impresos le parecían algo indigno e innoble. Después .de todo, no deja de ser un criterio selectivo bastante ingenuo, semejante en cierto modo al que sostienen aquellos que en nuestros días renuncian al " indigno e innoble" televisor con el ilusorio propósito de mantenerse "puros" al margen de la contaminación social, ideológica y moral del omnipresente medio o del esnobismo que resuma toda crítica absoluta hacia aquellos productos culturales que, por su difusión masiva, no pueden mantenerse en los cotos cerrados de unos pocos privilegiados. Sea o no cierta la anécdota, el caso es que Rafael era una figura lo suficientemente singular como para entender que su comportamiento no debe tomarse como exponente representativo de su época, y si ha venido a sumarse a este texto es para contraponerlo al criterio generalmente favorable al libro impreso manifestado por una mayoría de colegas del artista que se sirvieron de él, ya fuera para expresar sus experiencias teóricas o para contribuir con su arte a dignificar este producto seriado con ilustraciones de gran calidad técnica y artística.
Si atendemos, en cambio, el cálculo aproximativo establecido por Albert Labarre, parece que durante los primeros cincuenta años de la tipografía se imprimieron cerca de veinte millones de libros en Europa, cuya población se cifraba en unos cien millones, lo cual arroja un saldo de un libro por cada cinco habitantes. En una sociedad eminentemente analfabeta el éxito del libro impreso con respecto al manuscrito, pese a la descalificación que de él hiciera Rafael, fue fulminante. Nos hallamos, pues, ante uno de los más considerables procesos de culturización de amplias élites ciudadanas, alcanzándose durante el siglo siguiente la vertiginosa cifra de doscientos millones de volúmenes publicados.