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Historia del arte: El otoño de la Edad Media

Contexto histórico



El siglo XIV, desde luego, fue un siglo de crisis: hambrunas, la terrible epidemia de peste negra de 1347-1348, climatología adversa, «jacqueries» y revueltas sociales (1358 en Francia, 1378 en Florencia, 1381 en Inglaterra), la intermitente pero interminable guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra (1337-1453), la crisis del Pontificado y de la Iglesia (Aviñón, 1309-1376; Cisma de Occidente, 1378-1417). Todo ello puso fin al renacimiento demográfico y económico que la cristiandad occidental había experimentado en los siglos XI a XIII, provocó un verdadero estancamiento de Europa y sumió al continente en un clima moral colectivo de pesimismo, miedo y desesperanza (que se reforzaría al conocerse la caída de Constantinopla en poder de los turcos en 1453).

El orden medieval carecía de respuesta global y sistemática ante las crisis. Hambre, peste y guerras se interiorizaban en todo caso –así fue al menos en el siglo XIV– como «azotes» o castigos de Dios. Fueron, pues, los mismos desajustes y dislocaciones demográficas, sociales y económicas provocadas por la crisis –que en muchos sentidos supusieron una verdadera reestructuración de la sociedad europea– los factores que terminaron por hacer posible la recuperación. La peste resolvió, trágicamente, muchos de los problemas de sobrepoblación del continente. La consiguiente escasez de población en el mundo rural erosionó la servidumbre –en beneficio, por ejemplo, de los sistemas de colonización y arrendamientos–, revalorizó el trabajo y los salarios de jornaleros y campesinos y, al depreciar el valor de muchas tierras y cultivos, quebrantó el orden feudal. Las economías urbanas y protoindustriales, el comercio, los gremios, las bancas y las sociedades de crédito procedieron, por su parte, a introducir e implementar nuevas medidas y procedimientos de funcionamiento que les permitiesen encarar y superar la situación, y recobrar, o reorientar, su actividad: cambios en los sistemas y maquinaria de tejidos e hilados, especialización en nuevos productos (lino, seda, telas de bajo costo), métodos innovadores de extracción y trabajo en las minas y en la fabricación y elaboración del metal, nuevas formas de contabilidad, contratos y reglamentos comerciales y laborales, apertura de nuevas rutas comerciales y mercados… El uso creciente de la pólvora –una invención china del siglo XI utilizada en Europa desde mediados del siglo XIV– revolucionó la guerra (en perjuicio de la caballería medieval) y con ella, la fabricación de armas (armas de fuego, cañones). Las innovaciones en la navegación (nuevos tipos de navíos como la carabela; el timón axial, los sextantes, los portulanos, los mapas…), muchas de ellas debidas a portugueses, italianos y españoles, permitieron la ampliación de rutas marítimas y la exploración de islas, costas y territorios nuevos y no europeos (Madeira, Azores, Canarias y, ya en el siglo XV, la costa occidental africana desde el Cabo Bojador hasta Sierra Leona, la gran empresa impulsada por el infante portugués Enrique el Navegante entre 1415 y 1460). La invención de la imprenta, con la impresión de la Biblia de Gutenberg en Mainz (Maguncia) en 1445, más el perfeccionamiento en la fabricación de papel y el uso de la tinta, cambiaron la vida intelectual y el mundo del conocimiento.

Desde el principio del siglo XV comenzó la recuperación económica, comercial y demográfica de Europa. Aunque la peste no se erradicaría totalmente, la población europea se recuperó hasta llegar a unos cuarenta y cinco o cincuenta millones a mediados de siglo. Si bien con reajustes y desplazamientos internos a veces notables, los estados y las ciudades italianas del norte (Florencia, Lombardía, Venecia…), Borgoña, y dentro de esta Flandes y los Países Bajos, y ciudades como Amberes y Brujas, el sur de Alemania (Núremberg, Colonia, Augsburgo, Coblenza, Maguncia, Fráncfort), región muy favorecida por la guerra de los Cien Años, la ciudad independiente de Ginebra, Suiza, París y Lyon eran nuevamente, o lo eran por vez primera en su historia, los centros neurálgicos de la actividad económica europea. Borgoña era, a mediados del siglo XV, probablemente la zona más próspera de Europa occidental. Venecia, que en el siglo XV precisamente se anexionó buena parte del norte de Italia, seguía siendo la primera potencia marítima del Mediterráneo. Sobre todo desde el acceso de los Trastámara al poder en 1369, Castilla, reforzada económicamente por el auge de sus exportaciones laneras, fue afirmando su posición hegemónica en la península Ibérica respecto de Portugal –a su vez, un emergente poder naval en el Atlántico y África–, respecto de Aragón, que no obstante incorporó a su Corona Sicilia, Nápoles y Cerdeña, y respecto del reino de Navarra. Los puertos y ciudades alemanes, holandeses, escandinavos e ingleses del Báltico, del mar del Norte y del canal de La Mancha se incorporaron ahora, decididamente, a los circuitos y rutas del tráfico comercial europeo.

El siglo XV vio, además, cambios importantes en el equilibrio internacional y político europeo. Primero, el fin en 1453 de la guerra de los Cien Años, provocada por las aspiraciones dinásticas de Eduardo III de Inglaterra a la Corona de Francia, guerra favorable en principio a las armas inglesas (victoria de Enrique V en Azincourt), pero luego a Francia (liberación de Orleans por Juana de Arco, coronación de Carlos VII como rey, reconquista de Normandía, Guyena y París), permitió la recuperación de Francia y puso fin de hecho a las aspiraciones inglesas sobre el continente europeo. La unidad francesa avanzó decididamente. Luis XI, el hijo de Carlos VII, incorporó a la Corona francesa Maine, Anjou, Marne, Provenza, Auvergne, Picardía y Boulogne.

Segundo, Borgoña, el gran Estado que entre 1363 y 1477 bajo la dirección de sus distintos duques abarcó el Franco Condado, Nevers, Flandes, los Países Bajos, Artois, Brabante, Hainaut y Luxemburgo, que intervino activamente en la guerra de los Cien Años y desempeñó un papel central en la economía y la diplomacia europeas, trajo al centro de la política europea a los Habsburgo, la dinastía germánica que reinaba en Austria desde 1272 y que, desde 1438 a 1806, ostentaría la dignidad imperial del Sacro Imperio germánico (con autoridad sobre numerosos estados alemanes). Los Habsburgo adquirieron la «herencia borgoñona» (Flandes, Países Bajos, Franco Condado…) por el matrimonio en 1477 de María de Borgoña con Maximiliano de Habsburgo, lo que reforzó sus aspiraciones a la hegemonía continental. La estrategia de enlaces matrimoniales de la estirpe les dio casi al mismo tiempo, por un lado, las coronas de Bohemia y Hungría y, por otro, Castilla, Aragón y sus posesiones en Italia tras el matrimonio en 1496 de Felipe el Hermoso, hijo de Maximiliano, con Juana, hija de los Reyes Católicos españoles. Tercero, la unión de Castilla y Aragón en 1479 como consecuencia del matrimonio diez años antes de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes Católicos, una unión en principio personal y dinástica pero, en seguida, irreversible y, en cualquier caso, conveniente a los intereses de Castilla y a las necesidades de defensa de Aragón en Cerdeña, Nápoles y Sicilia, modificó la balanza de poder en el sur de Europa y en el Mediterráneo. España irrumpía como un Estado fuerte y un nuevo poder europeo; conquistó Granada y Canarias, apoyó la empresa atlántica de Colón, apareció en el norte de África (Melilla, 1491), puso freno a las ambiciones de Francia en Italia –que amenazaban los intereses de Aragón– y tejió un eficaz tejido de alianzas internacionales en apoyo y garantía de su seguridad. Bajo la dinastía de los Avís (1383-1580), Portugal desplegó por su parte una ambiciosa política marítima –Ceuta, Madeira, Azores (1432), Cabo Bojador, Cabo Verde (1444), Sierra Leona, desembocadura del Congo (1484), cabo de Buena Esperanza, el océano Índico, hasta alcanzar Calcuta en la India (Vasco de Gama, 1498)– y emergió como un imperio naval y comercial extendido por África, América (Brasil, descubierto por Cabral en 1500) y Asia (Goa, Malaca, las islas Molucas, Macao…), imperio en parte territorial, en parte simples bases y establecimientos portuarios y costeros.

La desaparición del Imperio Carolingio en 843, que había incluido dentro de sus fronteras el norte de Italia (o reino de Italia), fortaleció el autogobierno de las numerosas ciudades de la región. Estas ciudades florecieron en los siglos XI y XII gracias a importantes cambios sociales y económicos: un fuerte crecimiento demográfico (la población de Italia se duplicó entre los siglos X y XIV, alcanzando entre nueve y diez millones de habitantes); una revolución agraria (aumento de tierras cultivables, encauzamiento de ríos, construcción de diques y canales); una revolución comercial (exportación y tráfico de cereales, vino, textiles, aceite y especias, favorecido por las Cruzadas, que abrieron el Mediterráneo a las ciudades costeras italianas); y una revolución financiera (surgimiento de bancas y casas de crédito).

La pugna por la hegemonía del Occidente cristiano, que estalló entre los siglos XI y XII entre el Pontificado y el Imperio —es decir, entre el poder espiritual del Papa y el poder político imperial—, tuvo como principal objetivo Italia y terminó definiendo el futuro territorial de la península.

En primer lugar, el Concordato de Worms de 1122 puso fin a la Querella de las Investiduras (1075-1122), iniciada cuando el papa Gregorio VII prohibió que los clérigos recibieran cargos de manos de los laicos. Este acuerdo sancionó la separación entre el poder papal y el imperial, resquebrajó el sistema del Sacro Imperio Romano-Germánico y debilitó el control imperial sobre el norte de Italia. En segundo lugar, la derrota de Federico I Barbarroja en mayo de 1176 en Legnano, frente a la Liga Lombarda —una alianza de «comunas» italianas liderada por Milán y apoyada por el Papa— durante una de sus campañas italianas, y la posterior deposición y condena en 1245 de su sucesor Federico II —quien había unido Sicilia al Imperio por herencia— por Inocencio IV y el Concilio de Lyon, acabaron con las ambiciones de los Hohenstaufen, titulares del Imperio entre 1190 y 1268, de restablecer su autoridad sobre Italia y someter al Papa. Los últimos Hohenstaufen, Manfredo y Conradín, fueron derrotados en Benevento (1266) y Tagliacozzo (1268), respectivamente, por los ejércitos de Carlos de Anjou, hermano del rey de Francia, quien fue llamado a Italia por el Papa para defenderlo y recibió Sicilia como recompensa. Sin embargo, la posibilidad de que el Papa y sus aliados angevinos extendieran su poder a toda Italia se frustró con la revuelta de las Vísperas Sicilianas en 1282, que expulsó a los franceses de Sicilia —aunque conservaron el reino de Nápoles— y entregó la isla a la Corona de Aragón. Finalmente, el traslado de los papas a Aviñón (1309-1376), consecuencia de su política profrancesa, eliminó definitivamente la posibilidad de una monarquía papal en una Italia unificada.



La crisis de la cristiandad

El otoño de la Edad Media fue ante todo una crisis de la cristiandad. Favorecida inicialmente por el clima de pesimismo y miedo creado por la peste negra del siglo XIV, la crisis espiritual se prolongó a lo largo del Renacimiento (siglos XV y XVI) y afectó a todo el edificio cristiano: a la autoridad papal, a la Iglesia como institución y al cristianismo como doctrina, como práctica y como devoción.

Clemente V

El detonante de la crisis fue más político que religioso. Decidido por el papa Clemente V (Bertrand de Got, 1305-1314) ante la situación de inseguridad pública en Roma –pero decisión cuya causa última estaba en el enfrentamiento que por razones jurídicas protagonizaron entre 1295 y 1302 el papa Bonifacio VIII y el rey francés Felipe IV–, el traslado de los papas a Aviñón (1309-1376), en Provenza, fue un error. Ciertamente, los papas de Aviñón –Clemente V, Juan XXII, Benedicto XII, Clemente VI, Inocencio VI, Urbano V, Gregorio XI–, todos franceses, supieron afirmar su soberanía y poder (incluso frente a la propia Francia). Fueron, en conjunto, papas piadosos, buenos canonistas y hombres atentos a las preocupaciones doctrinales y teológicas de la Iglesia. Rehicieron con extraordinaria eficacia la burocracia y economía de la Santa Sede: hicieron de Aviñón una de las «cortes» más esplendorosas, lujosas y cultas de Europa.

Pero la cristiandad no se entendía sin Roma. A los ojos de muchos fieles y de algunas cortes europeas, Aviñón hacía del Papado un mero instrumento de Francia. Petrarca, miembro de una familia de la alta burocracia pontificia aviñonesa, habló de Aviñón como un nuevo «cautiverio de Babilonia», frase que tuvo éxito inmediato. Su riqueza, gastos y fastos –no obstante la austeridad personal de la mayoría de sus papas– ofendieron la conciencia de amplios sectores de la cristiandad europea. La avaricia recaudatoria de la administración papal para cubrir los gastos oficiales –diezmos, anatas, beneficios, rentas e impuestos, cobros por provisión de cargos eclesiásticos, indulgencias, etcétera– echaron sobre Aviñón, y sobre el Papado, la sombra de la corrupción y el nepotismo.

Aviñón erosionó, pues, la autoridad papal. Las presiones para el retorno de los papas a Roma fueron, además, constantes, y la cuestión amenazó en más de una ocasión la unidad en el interior de la Iglesia. A la muerte de Gregorio XI en 1378 –papa que regresó a Roma en 1376 pero que en seguida se retractó de su decisión–, la crisis se precipitó. En un clima de gran tensión –tormenta eclesial, presión popular–, el Colegio cardenalicio, reunido en Roma, nombró nuevo papa al arzobispo de Nápoles, Urbano VI (1378-1389); poco después, un grupo de prelados revocó el nombramiento y eligió papa, con sede en Aviñón, a Clemente VII (Robert de Ginebra, 1378-1394). La división de la Iglesia, el Cisma de Occidente –una crisis de poder en el interior de la cristiandad– se había así consumado. Los intentos por solucionar el conflicto –reunión en Pisa (1409) de un concilio con la idea de destronar a los dos papas reinantes (en ese momento, Inocencio VII en Roma y Benedicto XIII, el papa Luna, en Aviñón) y reemplazarlos por un papa consensuado– lo agravaron. De Pisa salió una Iglesia con tres papas, los dos citados y un tercero, Alejandro V. El Cisma, así, se prolongó unas tres décadas, concretamente hasta 1417 cuando un nuevo Concilio, celebrado en Constanza, eligió como único papa a Martín V, un miembro de la poderosa familia romana de los Colonna (e incluso entonces, el obstinado papa aragonés Benedicto XIII, retirado en Peñíscola y sin apenas apoyo alguno, continuó autoproclamándose Papa hasta su muerte en 1423). Mientras duró, el Cisma dividió a Europa: Francia, Castilla, Aragón, Escocia y Nápoles apoyaron a Aviñón; el Sacro Imperio alemán, Flandes y los estados italianos (Florencia, Venecia…) a Roma.

El gran Cisma de Occidente tuvo amplias y profundas consecuencias. La quiebra de la autoridad papal favoreció el conciliarismo, la teoría –que tuvo inicialmente notable apoyo entre teólogos franceses y alemanes– que radicaba la autoridad eclesial no en los papas sino en los concilios generales de la Iglesia, que reunió varios concilios –Pisa (1409), Constanza (1414-1418), Basilea (1431-1437), y Ferrara-Florencia (1438-1439)–, pero que, en parte por el fracaso de algunos de estos, terminó por replegarse ante la reafirmación del Papado con Eugenio IV (1431-1447) y Pío II (1458-1464), quien pudo ya condenar la práctica conciliar en su bula Execrabilis (1460).

Pio II

La crisis del Pontificado propició, además, la extensión de planteamientos teológicos que en seguida la Iglesia condenaría como heréticos. El teólogo de Oxford John Wycliff (c. 1320-1384) elaboró una teología que criticaba el Papado como institución, afirmaba el valor de la Biblia, y no de las resoluciones papales o conciliares, como autoridad verdadera del cristianismo, rechazaba aspectos esenciales del sistema sacramental (negaba, por ejemplo, la transubstanciación: la presencia de Cristo en la eucaristía), condenaba la riqueza material de la Iglesia y entendía la salvación como un ejercicio o camino estrictamente individual, de espiritualidad interior, hacia Dios. Bajo su influencia –amplia pese a que sus ideas serían condenadas en 1382 y a que sus seguidores en Inglaterra, los lolardos, serían perseguidos–, el sacerdote checo Jan Huss (c. 1373-1415), teólogo y profesor en Praga y predicador popular, creó un movimiento que combinaba reformismo evangélico, crítica del Papado y protonacionalismo bohemio, esto es, checo, que rechazaba tanto el poder de la Iglesia oficial como la influencia política, religiosa y cultural alemana en Bohemia (que terminaría con la ejecución de Huss, condenado por el Concilio de Constanza en 1415, pero con la cristalización del husismo como el equivalente a una religión «nacional» checa).

La crisis, por último, facilitó la aparición de formas de fervor, religiosidad y devoción ajenas (si bien, no necesariamente contrarias) al aparato litúrgico y doctrinal oficial. Parte de esa religiosidad popular alimentó o derivó, además, hacia manifestaciones terribles del fanatismo religioso. En la segunda mitad del siglo XV, por ejemplo, se multiplicaron en buena parte de la cristiandad los procesos y ejecuciones por brujería, o las manifestaciones de antisemitismo (hasta llegar, a fines del siglo XV, a la expulsión de los judíos de España, Portugal, Sicilia, Nápoles y muchas ciudades alemanas, y al establecimiento del primer «ghetto», en Venecia en 1516). Savonarola hizo, entre 1494 y 1498, de la maravillosa Florencia de los Médici una terrible dictadura (republicana) teocrática.

Pero otra parte de aquella religiosidad popular cristalizó en manifestaciones genuinas y positivas de afirmación de la fe y la espiritualidad cristianas, en nuevas e intensas formas de piedad y devoción (como la práctica de la eucaristía, la celebración del Corpus Christi, el culto a la Virgen María, a Cristo crucificado y a la «piedad» de la Virgen con el cuerpo de Cristo, etcétera); y en la exaltación del misticismo, el ascetismo y la caridad como expresión de la pureza espiritual del buen cristiano.

Un libro sobre todo, La imitación de Cristo de Tomás de Kempis, obra escrita hacia 1420 y nacida en el entorno del movimiento de la devotio moderna surgido en los Países Bajos, expresó aquella nueva espiritualidad que para muchos cristianos daba razón de su fe (y no la teología erudita o la palabra del Papa). La imitación de Cristo proponía, en esencia, un ideal de vida humilde, sencilla, sin vanidad, de obediencia y bondad. Era una exhortación a la «vida interior», al silencio y la soledad, a la «pureza» y «limpieza» de corazón; un llamamiento a seguir la imagen y el ejemplo de Jesús, a «llevar la cruz»; una apología de la humildad y la devoción como formas de «consolación interior»; una invitación a una espiritualidad interna (gracia divina, amor a Cristo, rogar a Dios) encarnada de forma especial e inequívoca en la práctica de la comunión: La imitación de Cristo terminó por ser el libro cristiano más editado después de la Biblia.

Restablecidos en su autoridad sobre la Iglesia y de nuevo, y ya definitivamente, en Roma, los papas de la segunda mitad del siglo XV (Nicolás V, Sixto IV, Inocencio VIII, Alejandro VI) optaron por otra vía: el embellecimiento de la «ciudad eterna» como afirmación del poder, riqueza, magnificencia y triunfo de la cristiandad. Con Julio II y León X, entre 1500 y 1520, el esplendor y la gloria de Roma, cuya plena expresión iba a ser la nueva y portentosa basílica de San Pedro, de Donato d’Angelo Bramante y Miguel Ángel (Michelangelo Buonarroti), serían ciertamente incomparables. A los ojos de la «devoción moderna», del ideal de vida sencilla, de la religión como salvación, Roma debió ser todo menos «la imitación de Cristo».



Antonello da Messina

Antonello da Messina: Cristo muerto sostenido por un ángel, 1475-1476

Adquirida por el Museo del Prado en 1965, hoy nadie duda de la autoría de esta pequeña tabla, considerada como una de las mejores obras de madurez de Antonello da Messina, un maestro siciliano que ya alcanzó una gran reputación en vida y al que Vasari atribuye el mérito de haber difundido en Italia la técnica de la pintura al óleo. Aunque esta atribución exige tantos matices como para declararla incorrecta, y pese a que tampoco se ha demostrado que Antonello viajara a los Países Bajos y, todavía menos, que fuera discípulo de Jan van Eyck, como deja entrever Vasari, lo cierto es que su manera de aplicar pictóricamente el óleo sorprendió y admiró a los grandes maestros venecianos de su generación cuando, sin lugar a dudas, el artista siciliano residió en Venecia durante los años 1475 y 1476. Allí pintó el retablo de San Cassiano y un número indeterminado de otras obras que cimentaron su prestigio e influencia antes de su regreso a su Messina natal, donde murió a los cuarenta y nueve años.

Esta cuestión de la influencia de Antonello da Messina en Venecia suscitó el interés de los mejores historiadores del arte del Renacimiento durante, sobre todo, la primera mitad del siglo XX. Pero, como sentenció uno de los más célebres, Roberto Longhi, lo aportado por Antonello a Venecia no se limitó al brillante uso que este hizo del óleo y a la exhibición de otras cualidades pictóricas de la escuela flamenca, sino también a su modo de plantear la perspectiva mediante una ordenación de volúmenes regulares; en suma: a la sabia síntesis entre un modelado plástico realzado por el color y la luz, de efectos realistas muy jugosos, y un encuadramiento compositivo muy bien pensado y medido. Con esta síntesis, nuestro pintor lograba unificar lo más sobresaliente y característico de las dos corrientes pictóricas dominantes en el siglo XV: la del idealismo matemático de los maestros italianos y la del realismo detallístico de los primitivos flamencos.

Nacido en Messina hacia 1430, Antonello se formó artísticamente en Nápoles con Colantonio entre 1445 y 1455. Fue en esta ciudad donde probablemente aprendió a usar la pintura al óleo a la manera de los primitivos flamencos, pues abundaban allí las obras de estos, pero el sentido plástico de sus figuras quizás lo adquirió contemplando las esculturas de Francesco Laurana que trabajó en su Sicilia natal. En cualquier caso, Antonello muestra asimismo una afinidad evidente con Piero della Francesca, al que pudo conocer en Roma en 1459. Estas son las hipótesis más plausibles para explicar la formación del estilo pictórico de Antonello, que también sacó provecho de su contacto con Giovanni Bellini, con el que mantuvo una relación de intercambio y rivalidad tras residir en Venecia a partir de 1475, así como, por último, de haber visto y admirado obras de otros grandes maestros del norte de Italia, como apunta al respecto Lionello Puppi.

Pero antes de abordar esta cuestión crucial de la relación entre Antonello y Giovanni Bellini, hay que aportar algunos datos más sobre el hallazgo del cuadro que nos ocupa, ese Cristo muerto sostenido por un ángel, que se conserva en el Museo del Prado tras su tardío descubrimiento en una colección privada española. El primer dato rastreado al respecto es la detección documental de su presencia, en 1881, en la colección de Matías Yáñez Rivada, de la localidad gallega de Monforte de Lemos, a partir de lo cual Xavier de Salas conjeturó, con bastante verosimilitud, que pudiera haber pertenecido antes a la colección del cardenal Rodrigo de Castro (1523-1600) y que este lo legase a los jesuitas de Monforte de Lemos hacia la segunda mitad del siglo XVI. De ser así, este cauce sugerido no solo nos ayudaría a explicar la presencia del cuadro en España, sino que nos serviría para reafirmar, mediante este cuño español, esencial en la historia de la Italia meridional, algunos de los elementos heteróclitos que se mezclan en el estilo de Antonello, como, entre otros, su temprano contacto con el arte de los primitivos flamencos.

En cuanto al intercambio y la rivalidad entre Antonello y Giovanni Bellini (c. 1430-1516), el más joven, brillante y prolífico representante de una dinastía familiar de pintores venecianos, hay que resaltar, de entrada, algunos datos. En primer lugar, que a ambos se les atribuye el mismo año de nacimiento, hacia el 1430, mientras que Andrea Mantegna, cuñado de Giovanni Bellini, nació en 1431, lo que convierte a estos tres pintores en miembros coetáneos de una misma generación, algo que podría calificarse de anecdótico si no fuera porque mantuvieron una estrecha relación artística de mutua rivalidad, dando cada uno de ellos una respuesta creativa original al debate estético planteado justo en el momento histórico en que los tres alcanzaron su madurez. Giovanni Bellini, Andrea Mantegna y Antonello da Messina no solo trataron de interpretar, como así lo ha señalado Hans Belting, los preceptos doctrinales para la pintura elaborados por Leon Battista Alberti, sino que lo hicieron en el contexto de la demanda creciente de cuadros devocionales para uso privado de una clientela con capacidad crítica cada vez más competente y sofisticada. En el caso concreto que aquí más nos interesa, el de la relación entre Bellini y Antonello, la rivalidad entre ambos se planteó a partir del tema de la Piedad y, en particular, a partir, sobre todo, de la versión en que el Cristo muerto es sostenido por uno o varios ángeles, un asunto al que se le han buscado diversos antecedentes, entre ellos el antiguo de «Perséfone emergiendo a la luz diurna alzada por dos figuras», que constituye el relieve central del Trono Ludovisi (c. 470 a. de C.), pero también el del relieve en bronce de "Cristo levantado por dos ángeles" (c. 1448) de Donatello, o El entierro (c. 1450) de Roger van der Weyden. En cualquier caso, al margen de estos u otros antecedentes, es obvio que este tema lo tomó Antonello de Giovanni Bellini, si bien tratando de darle una réplica, que no alcanzó su máxima eficacia hasta el cuadro del Museo del Prado, probablemente realizado tras su regreso final a Messina. En las versiones confrontadas anteriores, las divergencias entre ambos no van más allá del sentido más realista, bordeando lo patético, que caracteriza a Antonello, frente al sentido más refinado, lírico y armónico de Giovanni Bellini. Pero en Cristo muerto sostenido por un ángel, del Museo del Prado, Antonello hace nuevas y muy fascinantes aportaciones, como la de sesgar, en relación al plano, la figura del Cristo yacente, lo que acentúa su gravidez, a la vez que reformula de manera más sutil y delicada las huellas del sufrimiento a través de pequeños, pero muy significativos, detalles, como las heridas sangrantes del crucificado y las lágrimas del ángel, cuyo efecto dramático emocional queda, no obstante, subsumido en la radiante belleza del amplio paisaje que enmarca la escena, de clara filiación flamenca, así como por otros, quizá visualmente más recónditos, pero de gran eficacia, cual son los pequeños golpes de luz en el pelo del ángel o en sus maravillosas alas multicolores. Ante este maravilloso cuadro, no es extraño que Hans Belting, en su monografía Giovanni Bellini. La Piedad, afirme que Antonello se adelantó con él a lo que después habría de hacer el mismo Miguel Ángel. Por último, en relación con el paisaje del fondo, donde se reconoce la representación de la ciudad de Messina, lo cual revalida la hipótesis de que la tabla fuera pintada tras el definitivo regreso de Antonello a su país natal, Lionello Puppi señala que este homenaje del pintor a Messina lo es en la medida en que la eleva a «metáfora de Jerusalén».


Recopilación del libro "Historia del mundo y del arte en Occidente. Siglos XII al XXI" de Francisco Calvo Seraller, y Juan Pablo Fusi Aizpurúa.