Habíamos dejado la historia del arte occidental en el período de Constantino y en los siglos en que fue am oldado al precepto del papa Gregorio el Grande, el cual declaró que las imágenes eran útiles para enseñar a los seglares la palabra sagrada. El período que viene a continuación de esta primitiva época cristiana, tras el colapso del Imperio romano, no vio la aparición de ningún estilo claro y uniforme, sino más bien el conflicto de un gran número de estilos diferentes que sólo empezaron a concillarse hacia final de dicha época.
Durante esos cinco siglos existieron hombres y mujeres, particularmente en monasterios y conventos, que amaron el saber y el arte, y que sintieron gran admiración por aquellas obras del mundo antiguo que habían sido conservadas en bibliotecas y tesorerías. A veces, esos monjes o clérigos ilustrados ocuparon posiciones influyentes en las cortes de los poderosos y trataron de hacer revivir las artes que admiraban. Pero con frecuencia su tarea resultaba inutilizada por las nuevas guerras e invasiones de los asaltantes armados del norte, cuyas opiniones acerca del arte eran muy distintas. Las diversas tribus teutónicas, godos, vándalos, sajones, daneses y vikingos, que recorrieron en incursiones y pillajes continuos toda Europa, eran consideradas bárbaras por cuantos apreciaban las producciones literarias y artísticas de griegos y romanos. En cierto modo, eran bárbaras en realidad; pero esto no quiere decir que carecieran del sentido de la belleza y de un arte propio. Contaban con hábiles artesanos expertos en labrar los metales y con tallistas excelentes comparables a los de los maoríes de Nueva Zelanda. Gustaban de los esquemas complicados en los que insertaban retorcidos cuerpos de dragones o pájaros entrelazados misteriosamente. Ignoramos dónde surgieron con exactitud esos esquemas del siglo VII ni qué significaban, pero no es improbable que las ideas de esas tribus teutónicas acerca del arte se asemejasen a las de las tribus primitivas de cualquier otra parte. Existen razones para creer que también ellas consideraban esas imágenes como medio de producir efectos mágicos y exorcizar los espíritus malignos. Las figuras de dragones talladas en los trineos y barcos vikingos dan buena idea del carácter de este arte. Es fácil imaginar que esas amenazadoras cabezas de monstruos eran algo más que decoraciones inocentes. En efecto, sabemos que existieron leyes entre los vikingos noruegos que exigían del capitán del barco que quitara esas figuras antes de regresar a su puerto «para que no asusten a los espíritus del país».
Los monjes y misioneros en la céltica Irlanda y la sajona Inglaterra procuraron adaptar las tradiciones de esos artesanos nórdicos a las tareas del arte cristiano. Construyeron en piedra iglesias y campanarios imitando las estructuras de madera utilizadas por los artesanos locales (arriba), pero los más maravillosos monumentos de la consecución de tal propósito son algunos de los manuscritos realizados en Inglaterra e Irlanda durante los siglos VII y VIII. La ilustración de abajo es una página del Evangeliario de Lindisfarne, compuesto en Northumbria poco antes del 700. Muestra una cruz que incluye un encaje increíblemente rico en dragones o serpientes destacándose sobre un fondo aún más complicado. Resulta tentador tratar de descubrir la continuidad a través de este enrevesado laberinto de formas retorcidas y seguir las colas de esos cuerpos entrelazados. Aún más sorprendente es observar que el resultado no es confuso, sino que los diversos esquemas se corresponden entre sí y forman una completa armonía de dibujo y de color. Cuesta trabajo creer que haya podido haber alguien capaz de concebir un esquema semejante y de tener la paciencia y la perseverancia de realizarlo. Esto demostraría, si fuera preciso, que los artistas que cultivaron su tradición nativa no carecían de habilidad o de técnica.
Uno de los aspectos más sorprendentes surge de observar de qué modo han sido representadas las figuras humanas por esos artistas en los manuscritos ilustrados de Inglaterra e Irlanda. No parecen, en realidad, figuras humanas, sino más bien un conjunto de esquemas lineales obtenidos de formas humanas (abajo). Puede verse que el artista ha utilizado algún modelo que halló en una vieja Biblia, trasformándolo de acuerdo con sus gustos. Cambió los pliegues del vestido por algo semejante a cintas entrelazadas, los bucles del pelo y hasta las orejas en volutas, y convirtió el conjunto del rostro en una máscara rígida. Estas figuras de evangelistas y de santos parecen casi tan rígidas y extrañas como ídolos primitivos, revelando que los artistas que se educaron en la tradición de su arte nativo hallaron difícil adaptarse a las nuevas exigencias de los libros cristianos. Pero, no obstante, sería equivocado considerar tales pinturas como meramente rudimentarias. El adiestramiento de la mano y de los ojos que los artistas habían heredado, y que les permitía realizar un hermoso esquema sobre la página, les ayudó a introducir un nuevo elemento en el arte occidental. Sin esta influencia, dicho arte pudo haberse desarrollado en una dirección similar a la del arte bizantino. Gracias al encuentro de dos tradiciones, la clásica y la de los artistas nórdicos, algo enteramente nuevo comenzó a pergeñarse en la Europa occidental.
El conocimiento de las antiguas producciones del arte clásico no se perdió del todo. En la corte de Carlomagno, quien se consideraba como el súcesor de los emperadores romanos, la tradición del arte romano fue afanosamente revivida. La iglesia que Carlomagno hizo construir alrededor de 800 en Aquisgrán (abajo) es como una fiel copia de una iglesia famosa que se había edificado en Rávena unos tres siglos antes.
Ya hemos visto que nuestra moderna noción de que un artista debe ser original no fue, en modo alguno, compartida por los pueblos del pasado. Un maestro egipcio, chino o bizantino se habría asombrado ante tal exigencia. Ningún artista medieval del Occidente europeo habría comprendido por qué tenía que crear nuevos modos de planear una iglesia, dibujar un cáliz o representar escenas de la historia sagrada, cuando tan bien habían servido a tal propósito los modos antiguos. El piadoso donante que deseaba dedicar un nuevo altar a una reliquia sagrada de un santo patrón, no sólo intentaba procurarse los materiales más preciosos que se hallaran a su alcance, sino que intentaba suministrar también al maestro que había de ejecutar su encargo un antiguo y venerado ejemplo de cómo debía ser interpretada correctamente la leyenda del santo. El artista no tenía por qué sentirse cohibido por encargos de tal índole, pues le quedaba campo de acción suficiente para demostrar que era un verdadero maestro y no un chapucero.
La ilustración de abajo muestra una página de la Biblia realizada en la corte de Carlomagno. Representa la figura de san Mateo escribiendo el evangelio. Ha sido costumbre en los libros griegos y romanos incluir el retrato del autor en la primera página, y éste del evangelista escribiendo debe ser una copia extraordinariamente fidedigna de ese tipo de retratos. La manera en que el santo está envuelto en su toga, al estilo clásico, así como el modo en que se halla modelada su cabeza con diversas manchas de luz y de color, nos convencen de que el artista medieval hizo cuanto pudo para reproducir un venerado modelo.
El pintor de otro manuscrito del siglo IX (abajo) probablemente tuvo delante el mism o un muy similar ejemplo de la primitiva época cristiana. Podemos comparar las manos: la izquierda, sosteniendo un cuerno de tinta y apoyada sobre el facistol; la derecha, cogiendo la pluma; podemos comparar los pies y hasta el ropaje en torno a las rodillas. Pero mientras que el artista de la ilustración anterior se ha esforzado en copiar el original tan fielmente como le fue posible, el artista de esta ilustración debió preferir una interpretación distinta. Tal vez no quiso representar al evangelista como un apacible erudito sentado tranquilamente en su estudio. Para él, san Mateo era un hombre inspirado, que ponía por escrito la palabra de Dios. Fue un acontecimiento extraordinariamente importante y significativo en la historia de la humanidad que él quisiera reflejar, y que lograra transmitir, algo de su propia sensación de temor y excitación a través de esta figura de un hombre escribiendo. No son simples tosquedad e ignorancia las que le hicieron dibujar al santo con ojos desorbitados y salientes, y con manos enormes. Se propuso comunicarle una expresión de concentración intensa. Las mismas pinceladas de los ropajes y del fondo parece como si hubieran sido sumidas en una especie de agitación profunda. Tal vez esta impresión se debe en parte al placer que evidentemente sentía el artista al aprovechar cualquier oportunidad para dibujar líneas ensortijadas y pliegues zigzagueantes. Pudo haber existido algo en el original que le sugiriera este procedimiento, pero probablemente atraía esto al artista medieval porque le recordaba aquellas cintas y rasgos entrelazados que habían sido la mayor conquista del arte nórdico. En pinturas como ésta, observamos el nacimiento de un nuevo estilo medieval, que hizo posible para el arte algo que ni el antiguo oriental ni el clásico habían realizado: los egipcios plasmaron lo que sabían que existía; los griegos, lo que veían; los artistas del medievo aprendieron a expresar lo que sentían.
No se puede hacer justicia a ninguna obra de arte medieval sin tener presente este propósito, pues esos artistas no se proponían crear una imagen convincente de la naturaleza o realizar obras bellas, sino que deseaban comunicar a sus hermanos en la fe el contenido y el mensaje de la historia sagrada. Y en esto acaso fueron más afortunados que muchos de los artistas anteriores o posteriores.