A continuación siguieron los pintores. No sabemos de sus obras más que lo que nos dicen los escritores griegos, pero es importante advertir que muchos pintores fueron incluso más importantes en su tiempo que los escultores. El único medio de que podamos formarnos una vaga idea de cómo era la pintura griega, es observar la decoración de sus cerámicas. Estos recipientes pintados se llamaban generalmente jarrones, vasos o floreros, aunque lo más frecuente es que se destinasen no a colocar flores en ellos, sino a guardar vino o aceite. La pintura de esas vasijas se convirtió en una industria importante en Atenas, y el humilde artesano empleado en esos obradores se hallaba tan ávido como los otros artistas de introducir los más recientes descubrimientos artísticos en sus productos. En los vasos primitivos, pintados en el siglo VI a.C., encontramos aún huellas de los métodos egipcios (imagen 1). En uno aparecen los héroes Aquiles y Ayax, según Homero, jugando a los dados en su tienda. Ambas figuras están todavía representadas de perfil, con los ojos como vistos de frente; pero sus cuerpos ya no están dibujados al modo egipcio, con los brazos y las manos en colocación tan precisa y rígida. Evidentemente, el pintor ha tratado de imaginar cómo aparecerían realmente dos personas que estuvieran una frente a la otra en aquella actitud. No le preocupó mostrar solamente una pequeña parte de la mano izquierda de Aquiles, quedando oculto el resto detrás del hombro. Abandonó la creencia de que todo lo que él sabía que pertenecía a la realidad debía ser mostrado. Una vez quebrantada esta antigua norma, y cuando el artista empezó a confiar en lo que veía, tuvo lugar un verdadero derrumbamiento. Los pintores realizaron el mayor descubrimiento de todos: el escorzo. Fue un momento tremendo en la historia del arte aquel en que, tal vez un poco antes de 500 a.C., los artistas se aventuraron por vez primera en toda la historia a pintar un pie visto de frente. En los millares de obras egipcias y asirías que han llegado hasta nosotros nunca ocurrió nada semejante. Un vaso griego (imagen 2) muestra con cuánto orgullo fue acogido este descubrimiento. Vemos en él a un guerrero ajustándose su armadura para el combate; sus padres, que, uno a cada lado, le ayudan y probablemente le dan buenos consejos, aún están representados según rígido perfil. En el centro, la cabeza del joven también aparece de perfil, y observamos que el pintor no encontró demasiado fácil encajar esta cabeza en el cuerpo, que está visto de frente. El pie derecho, asimismo, está dibujado de la manera «segura», pero el izquierdo aparece escorzado: podemos ver sus cinco dedos como una hilera de cinco pequeños círculos. Puede parecer exagerado detenerse en tan pequeño detalle, pero es que éste significó nada menos que el arte antiguo estaba muerto y enterrado. Significa que el artista no se propuso ya incluirlo todo, dentro de la pintura, en su aspecto más claramente visible, sino que tuvo en cuenta el ángulo desde el cual veía el objeto. E inmediatamente, junto al pie, mostró el significado de la escena. Dibujó el escudo del joven guerrero, no en la forma en que podemos representárnoslo en nuestra imaginación, esto es, circular, sino visto de lado y como apoyándose contra la pared.
Pero al observar esta pintura y la anterior, advertimos que las lecciones del arte egipcio no fueron simplemente descartadas y superadas. Los artistas griegos trataron de siluetear sus figuras tan claramente como les fuese posible, y de incluir en la representación tanta parte de su conocimiento del cuerpo humano como pudieran, sin violentar su apariencia. Continuaban gustándoles los perfiles sólidos y el dibujo equilibrado. Se hallaban lejos de intentar la copia de la naturaleza tal como la veían en una ojeada. La vieja fórmula, el tipo formal de representación humana, tal como se desarrolló en esas centurias, se hallaba aún en su punto de partida. Solamente que ya no lo consideraron sagrado en cada, uno de sus pormenores.
La gran revolución del arte griego, el descubrimiento de las formas naturales y del escorzo, tuvo lugar en la época que es, al propio tiempo, el período más extraordinario de la historia del hombre. Época en la que las ciudades griegas empiezan a interrogarse acerca de las tradiciones y leyendas antiguas y a inquirir sin prejuicios la naturaleza de las cosas, y en la que la ciencia tal como la entendemos hoy, y filosofía, surgen entre los hombres, mientras el teatro empieza a desarrollarse, naciendo de las ceremonias celebradas en honor de Dionisos. No debemos suponer, sin embargo, que en aquellos días los artistas se contaron entre las clases intelectuales de la ciudad. Los griegos acomodados, que regían los negocios de ésta y que empleaban su tiempo en argumentar interminablemente en el ágora, y acaso también los poetas y los filósofos, consideraban en su mayoría a los pintores y escultores como gente inferior. Los artistas trabajaban con sus manos y para vivir. Permanecían en sus fundiciones cubiertos de sudor y de tizne, se afanaban como vulgares braceros y, por consiguiente, no eran considerados miembros cabales de la sociedad griega. Sin embargo, su participación en la vida de la ciudad era infinitamente mayor que la de un artesano egipcio o asirio, porque la mayoría de las ciudades griegas, en particular Atenas, eran democracias en las cuales a esos humildes operarios despreciados por los esnobs ricos les estaba permitido, hasta cierto punto, participar en los asuntos del gobierno.
En la época en que la democracia ateniense alcanzó su más alto nivel fue cuando el arte griego llegó a su máximo desarrollo. Tras rechazar Atenas la invasión de los persas, bajo la dirección de Pericles se empezaron a erigir de nuevo los edificios destruidos por aquéllos. En 480 a.C., los templos situados sobre la roca sagrada de Atenas, la Acrópolis, habían sido incendiados y saqueados por los persas. Ahora serían construidos en mármol con un esplendor y una nobleza desconocidos hasta entonces. Pericles no era un esnob. Los escritores antiguos dicen que trató a los artistas de la época como a iguales suyos. El hombre a quien confió los planos de los templos fue el arquitecto Ictino, y el escultor que labró las estatuas de los dioses y asesoró en la decoración de los templos fue Fidias.
La fama de Fidias se cimentó en obras que ya no existen. Pero importa mucho tratar de imaginarse cómo serían las mismas, pues olvidamos con demasiada facilidad los fines a que servía el arte griego de entonces. Leemos en la Biblia los ataques de los profetas contra la adoración de los ídolos, pero generalmente no asociamos ninguna idea concreta con tales palabras. Existen muchos otros pasajes como el siguiente de Jeremías (10, 3-5):
Porque las costumbres de los gentiles son vanidad: un madero del bosque, obra de manos del maestro que con el hacha lo cortó, con plata y oro lo embellece, con clavos y a martillazos se lo sujeta para que no se menee. Son como espantajos de pepinar, que ni hablan. Tienen que ser transportados, porque no andan. No les tengáis miedo, que no hacen ni bien ni mal.
Jeremías tenía presentes los ídolos de Mesopotamia, hechos de madera y de metales preciosos. Pero sus palabras podrían aplicarse exactamente igual a las obras de Fidias, realizadas tan sólo unos cuantos siglos después de la época en que vivió el profeta. Cuando paseamos a lo largo de las hileras de estatuas en mármol blanco pertenecientes a la antigüedad clásica que guardan los grandes museos, olvidamos con excesiva frecuencia que entre ellas están esos ídolos de los que habla la Biblia: que la gente oraba ante ellos, que les eran llevados sacrificios entre extraños ensalmos, y que miles y decenas de miles de fieles pudieron acercarse a ellos con la esperanza y el temor en sus corazones, pues para esas gentes, tales estatuas e imágenes grabadas del profeta eran, al propio tiempo, dioses. La verdadera razón a que obedece el que casi todas las estatuas famosas del mundo antiguo pereciesen fue que, tras el triunfo de la cristiandad, se consideró deber piadoso romper toda estatua de los dioses odiados. En su mayoría, las esculturas de nuestros museos sólo son copias de segunda mano, hechas en la época romana para coleccionistas y turistas como souvenirs y como adornos para los jardines y baños públicos.
Debemos agradecer esas copias, ya que ellas nos dan, al menos, una ligera idea de las más famosas obras maestras del arte griego; pero de no poner en juego nuestra imaginación, esas pálidas imitaciones pueden causar también graves perjuicios. Ellas son responsables, en gran medida, de la generalizada idea de que el arte griego carecía de vida, de que era frío e insípido, y de que sus estatuas poseían aquella apariencia de yeso y vacuidad expresiva que nos recuerdan las trasnochadas academias de dibujo. El único ejemplar, verbigracia, del gran ídolo de Palas Atenea que hizo Fidias para el templo del Partenón (imagen 6) difícilmente parecerá muy impresionante.
Debemos atender a las descripciones antiguas y tratar de representarnos cómo pudo ser: una gigantesca imagen de madera, de unos once metros de altura, como un árbol, totalmente recubierta de materias preciosas: la armadura y las guarniciones, de oro; la piel, de marfil. Estaba también llena de color brillante y vigoroso sobre el escudo y otros lugares de la armadura, sin olvidar los ojos hechos de piedras preciosas resplandecientes. En el dorado yelmo de la diosa sobresalían unos grifos, y los ojos de una gran serpiente enrollada en la cara interior del escudo estaban marcados también, sin duda, por dos brillantes piedras. Debió haber sido una visión atemorizadora y llena de misterio la que se ofrecía al ingresar en el templo y hallarse, de pronto, frente a frente con esa gigantesca estatua. Era, sin duda alguna, casi primitiva y salvaje en algunos de sus aspectos, algo que relacionaba todavía a las imágenes de esta clase con las antiguas supersticiones contra las que había predicado el profeta Jeremías. Pero en aquel tiempo, ya habían dejado de ser lo más importante esas ideas primitivas que hacían de los dioses demonios formidables que habitaban en las estatuas. Palas Atenea, tal como la vio Fidias, y tal como la representó en su estatua, era más que un simple ídolo o demonio. Según todos los testimonios, sabemos que esta escultura tuvo una dignidad que proporcionaba a la gente una idea distinta del carácter y de la significación de sus dioses. La Atenea de Fidias fue como un gran ser humano. Su poder residía, no en su mágica fascinación, sino en su belleza. Advertíase entonces que Fidias había dado al pueblo griego una nueva concepción de la divinidad.