No son sólo los antiquísimos vestigios de arquitectura egipcia los que nos hablan del papel desempeñado por las creencias de la edad antigua, en la historia del arte. Los egipcios creían que la conservación del cuerpo no era suficiente. Si también se perennizaba la apariencia del faraón, con toda seguridad éste continuaría existiendo para siempre. Por ello, ordenaron a los escultores que labraran el retrato del faraón en duro e imperecedero granito, y lo colocaran en la tumba donde nadie pudiese verlo, donde operara su hechizo y ayudase a su alma a revivir a través de la imagen. Una denominación egipcia del escultor era, precisamente, «El-que-mantiene-vivo».
En un principio, tales ritos estaban reservados a los faraones, pero pronto los nobles de la casa real tuvieron sus tumbas menores agrupadas en hileras alrededor de la del faraón; y poco a poco cada persona que se creía respetable tomó previsiones para su vida de ultratumba ordenando que se le construyese una costosa sepultura, en la que su alma moraría y recibiría las ofrendas de comida y bebida que se daban a los muertos, y en la que se albergarían su momia y su apariencia vital. Algunos de esos primitivos retratos de la edad de las pirámides —la cuarta dinastía del Imperio antiguo— se hallan entre las obras más bellas del arte egipcio (imagen 1). Hay en ellas una simplicidad y una solemnidad que no se olvidan fácilmente. Se ve que el escultor no ha tratado de halagar a su modelo o de conservar un gozoso momento de su existencia. No se lijó más que en aspectos esenciales. Cualquier menudo pormenor fue soslayado. Tal vez sea precisamente por esa estricta concentración de las formas básicas de la cabeza humana por lo que esos retratos siguen siendo tan impresionantes, pues, a pesar de su casi geométrica rigidez, no son tan primitivos. La observación de la naturaleza y la proporción del conjunto se hallan tan perfectamente equilibradas que nos impresionan para ofrecernos seres dotados de vida que, no obstante, se nos aparecen como remotos en la eternidad.
Esta combinación de regularidad geométrica y de aguda observación de la naturaleza es característica de todo el arte egipcio. Donde mejor podemos estudiarla es en los relieves y pinturas que adornan los muros de las sepulturas. La palabra adornan, por cierto, difícilmente puede convenir a un arte que no puede ser contemplado sino por el alma del muerto. Estas obras, en efecto, no eran para ser degustadas. También ellas pretendían «mantener vivo». Antes, en un pasado distante y horrendo, existió la costumbre de que al morir un hombre poderoso sus criados y esclavos le siguieran a la tumba, para que llegara al más allá en conveniente compañía, por lo que estos últimos eran sacrificados. Más tarde, esos horrores fueron considerados demasiado crueles o demasiado costosos, y el arte constituyó su rescate. En lugar de criados reales, a los grandes de esta tierra se les ofrecieron sus imágenes por sustituto. Los retratos y modelos encontrados en las tumbas egipcias se relacionan con la idea de proporcionar compañeros a las almas en el otro mundo, una creencia que se encuentra en los inicios de muchas culturas.
Estos relieves y pinturas murales nos proporcionan un reflejo extraordinariamente animado de cómo se vivió en Egipto hace milenios. Y con todo, al contemplarlos por vez primera no puede uno sino maravillarse. La razón de ello está en que los pintores egipcios poseían un modo de representar la vida real completamente distinto del nuestro. Tal vez esto se halle relacionado con la diferencia de fines que inspiró sus pinturas. No era lo más importante la belleza, sino la perfección. La misión del artista era representarlo todo tan clara y perpetuamente como fuera posible. Por ello no se dedicaban a tomar apuntes de la naturaleza tal como ésta aparece desde un punto de mira fortuito. Dibujaban de memoria, y de conformidad con reglas estrictas que aseguraban la perfecta claridad de todos los elementos de la obra. Su método se parecía, en efecto, más al del cartógrafo que al del pintor. La imagen 2 lo muestra en un sencillo ejemplo, que representa un jardín con un estanque. Si nosotros tuviéramos que dibujar un tema semejante buscaríamos el ángulo de visión más propicio. La forma y el carácter de los árboles podrían ser vistos claramente sólo desde los lados; la forma del estanque, únicamente desde arriba. Este problema no preocupó a los egipcios: representarían el estanque sencillamente como si fuera visto desde arriba y los árboles desde el lado. Los peces y los pájaros en el estanque difícilmente se reconocerían si estuvieran vistos desde arriba; así pues, los dibujaron de perfil.
En esta simple pintura podemos comprender fácilmente el procedimiento del artista. Muchos dibujos infantiles aplican un principio semejante. Pero los egipcios eran mucho más consecuentes en su aplicación de estos métodos que los niños. Cada cosa tuvo que ser representada en su aspecto más característico. La ilustración 34 muestra los efectos que produjo esta idea en la representación del cuerpo humano.
La cabeza se veía mucho más fácilmente en su perfil; así pues, la dibujaron de lado. Pero si pensamos en los ojos, nos los imaginamos como si estuvieran vistos de frente. De acuerdo con ello, ojos enteramente frontales fueron puestos en rostros vistos de lado. La mitad superior del cuerpo, los hombros y el tórax, son observados mucho mejor de frente, puesto que así podemos ver cómo cuelgan los brazos del tronco. Pero los brazos y los pies en movimiento son observados con mucha mayor claridad lateralmente. A esta razón obedece que los egipcios, en esas representaciones, aparezcan tan extrañamente planos y contorsionados. Además, los artistas egipcios encontraban difícil representar el pie izquierdo desde afuera; preferían perfilarlo claramente con el dedo gordo en primer término. Así, ambos son pies vistos de lado, pareciendo poseer la figura del relieve dos pies izquierdos. No debe suponerse que los artistas egipcios creyeran que las personas eran o aparecían así, sino que, simplemente, se limitaban a seguir una regla que les permitía insertar en la forma humana todo aquello que consideraban importante. Tal vez esta adhesión estricta a la norma haya tenido algo que ver con intenciones mágicas, porque ¿cómo podría un hombre con sus brazos en escorzo o «seccionados» llevar o recibir los dones requeridos por el muerto?
Lo cierto es que el arte egipcio no se basa en lo que el artista podría ver en un momento dado, sino en lo que él sabía que pertenecía a una persona o una escena. De esas formas aprendidas y conocidas fue de donde extrajo sus representaciones, de modo muy semejante a como el artista primitivo tomó las suyas de las formas que podía dominar. No sólo fue el conocimiento de formas y figuras el que permitió que el artista diese cuerpo a sus representaciones, sino también el conocimiento de su significado. Nosotros, a veces, llamamos grande a un hombre importante. Los egipcios dibujaban al señor en tamaño mucho mayor que a sus criados, e incluso que a su propia mujer.
Una vez comprendidas estas reglas y convencionalismos, comprendemos también el lenguaje de las pinturas en las que se halla historiada la vida de los egipcios. La imagen 3 nos da una buena idea de la disposición general de una pared de la tumba de un gran dignatario del llamado Imperio medio, unos mil novecientos años a.C. La inscripción jeroglífica nos dice exactamente quién fue, y cuáles fueron los títulos y honores que cosechó durante su vida. Su nombre y títulos leemos, fueron Knumhotep, Administrador del Desierto Oriental, Príncipe de Menat Kufu, amigo íntimo del Rey, Conocido Real, Superintendente de los Sacerdotes, Sacerdote de Horus, Sacerdote de Anubis, Jefe de todos los Secretos Divinos, y — el más llamativo de todos— Señor de todas las Túnicas.
En el lado izquierdo le vemos cazando aves con una especie de bumerán; acompañado por su mujer Keti, su concubina Jat y uno de sus hijos que, a pesar de su pequeño tamaño en la pintura, ostenta el título de Superintendente de Fronteras. En la parte inferior del friso vemos unos pescadores a las órdenes del superintendente Mentuhotep cobrando una gran redada. Sobre la puerta se ve nuevamente a Knumhotep, esta vez atrapando aves acuáticas en una red. Como ya conocemos los métodos del artista egipcio, podemos ver fácilmente cómo opera este artificio. El cazador se coloca detrás de una pantalla vegetal, sosteniendo una cuerda ligada a la malla abierta (esta última representada como vista desde arriba). Cuando las aves han acudido al cebo, aquél tira de la cuerda y ellas quedan aprisionadas en la red. Detrás de Knumhotep se halla su primogénito Nacht, y su Superintendente de Tesoros, quien era, al propio tiempo, responsable de encargar la construcción de su sepultura. En el lado derecho, Knumhotep, al que se dio el nombre de «grande en peces, rico en aves, adorador de la diosa de la caza», es visto arponeando peces (ilustración 36). Otra vez podemos observar los convencionalismos del artista egipcio que prescinde del agua por entre las cañas para mostrarnos el lugar donde se hallan los peces. La inscripción dice: «En una jornada en barca por la charca de los patos silvestres, los pantanos y los ríos, alanceando con la lanza de dos puntas atravesó treinta peces; qué magnífico el día de la caza del hipopótamo.» En la parte inferior se aprecia el divertido episodio de uno de los hombres que ha caído al agua y que es pescado por sus compañeros. La inscripción en torno a la puerta recuerda los días en que tenían que llevarse presentes al muerto, e incluye oraciones a los dioses.