Fue en los grandes oasis, en los que el sol quema con crueldad y sólo la tierra regada por los ríos produce frutos comestibles, donde fueron creados, bajo el dominio de déspotas orientales, los primeros estilos artísticos, que permanecieron casi invariables durante milenios. Las condiciones de existencia eran muy diferentes de las de los climas más templados de la zona marítima que bordeaba esos imperios, de las correspondientes a las muchas islas, grandes y pequeñas, del Mediterráneo oriental y las recortadas costas de las penínsulas de Grecia y de Asia Menor. Estas regiones no se hallaban sujetas a un gobernante. Eran escondrijos de osados marineros, de jefes piratas que erraban por doquier y que amontonaban grandes tesoros en sus fortalezas y poblados costeros, como fruto del comercio y las incursiones marítimas. El principal centro de esos dominios fue, en los orígenes, la isla de Creta, cuyos reyes eran entonces tan ricos y poderosos como para enviar embajadores a Egipto, y cuyo arte causó impresión incluso en este país.
No se sabe con exactitud cuál era el pueblo que gobernaba en Creta, cuyo arte fue copiado en la Grecia continental, particularmente en Micenas. Sólo sabemos que, alrededor de un milenio a.C., tribus belicosas de Europa penetraron en la abrupta península griega y en las costas de Asia Menor, combatiendo y derrotando a sus primitivos habitantes. Únicamente en los cantos que hablan de esas batallas sobrevive algo del esplendor y belleza del arte que fue destruido por aquel prolongado combatir, pues esos cantos son los poemas homéricos y los recién llegados eran las tribus griegas.
Durante los primeros siglos de su dominación en Grecia, el arte de esas tribus era bastante rígido y primitivo. No hay nada en esas obras del alegre estilo cretense; hasta parecen sobrepasar a los egipcios en cuanto a rigidez. Su cerámica estaba decorada con sencillos esquemas geométricos y allí donde tuviera que ser representada una escena, era integrada en este dibujo estricto. La imagen 1, por ejemplo, reproduce la lamentación por la muerte de un hombre. Este yace en su ataúd, mientras las figuras a ambos lados levantan las manos hasta sus cabezas, en el lamento ritual acostumbrado en casi todas las sociedades primitivas.
Algo de este amor a la sencillez y a la distribución clara parece haber pasado al estilo arquitectónico que los griegos introducen en aquellos lejanos tiempos y que, sorprende al decirlo, pervive todavía en nuestras villas y ciudades. La imagen 2 muestra un templo griego del antiguo estilo, inscrito dentro del correspondiente a la tribu dórica. A ésta pertenecieron los espartanos, conocidos por su austeridad. No existe, realmente, nada innecesario en esos edificios, nada, al menos, cuya finalidad no podamos, o no creamos, ver. Probablemente los más antiguos de esos templos fueron construidos de madera, y consistieron en poco más que un cubículo cercado en el que albergar la imagen del dios, y, en torno a él, fuertes puntales para sostener el peso del tejado. Hacia 600 a.C. los griegos empiezan a imitar en piedra esas sencillas estructuras. Los puntales de madera se convirtieron en columnas que sostenían fuertes travesaños de piedra. Esos travesaños recibían el nombre de arquitrabes, y el conjunto que descansaba sobre las columnas, el de entablamento. Aún podemos observar las huellas de los antiguos puntales en la parte superior, en la que parece mostrarse la terminación de las vigas. Estas terminaciones eran señaladas con tres hendiduras, por lo que los griegos las denominaron triglifos, que significa tres cortes. El espacio entre unos y otros se llamaba metopa. Lo sorprendente en esos templos primitivos, que imitan manifiestamente las construcciones de madera, es la simplicidad y armonía del conjunto. Si quienes los construyeron hubieran utilizado simples pilares cuadrados, o columnas cilindricas, el edificio hubiera podido parecer pesado y tosco. En vez de ello, procuraron conformar las columnas de modo que tuvieran un ligero abultamiento hacia su mitad, yendo en disminución hacia los extremos. El resultado es que parecen flexibles, como si el peso de la techumbre las comprimiera ligeramente sin deformarlas. Casi parece como si fueran seres vivos llevando su carga con facilidad. Aunque algunos de esos templos son grandes e imponentes, no se trata de construcciones colosales como las egipcias. Se siente ante ellas que fueron construidas por y para seres humanos. En efecto, no pesaba sobre los griegos una ley divina que esclavizara o pudiera esclavizar a todo un pueblo. Las tribus griegas se asentaron en varias pequeñas ciudades y poblaciones costeras. Existieron muchas rivalidades y fricciones entre esas pequeñas comunidades, pero ninguna llegó a señorear sobre las restantes.
De estas ciudades-estado griegas, Atenas, en Ática, llegó a ser la más famosa y la más importante, con mucho, en la historia del arte. Fue en ella, sobre todo, donde se produjo la mayor y más sorprendente revolución en toda la historia del arte. Es difícil decir cuándo comenzó esta revolución; acaso aproximadamente al mismo tiempo que se construyeron los primeros templos de piedra en Grecia, en el siglo VI a.C. Sabemos que antes de esta época, los artistas de los antiguos imperios orientales se esforzaron en mantener un género peculiar de perfección. Trataron de emular el arte de sus antepasados tan fielmente como les fuera posible, adhiriéndose estrictamente a las normas consagradas que habían aprendido. Cuando los artistas griegos comenzaron a esculpir en piedra, partieron del punto en que se habían detenido egipcios y asirios.
La imagen 3 demuestra que habían estudiado e imitado los modelos egipcios, y que aprendieron de ellos a modelar las figuras erguidas de los jóvenes, así como a señalar las divisiones del cuerpo y de los músculos que las sujetan entre sí. Pero también prueba que el artista que hizo estas estatuas no se hallaba contento con obedecer una fórmula por buena que fuera, y que empezaba a realizar experiencias por sí mismo. Evidentemente, se hallaba interesado en descubrir el aspecto real de las rodillas. Acaso no lo consiguió por entero; tal vez las rodillas de esas estatuas sean hasta menos convincentes que en las egipcias, pero lo cierto es que decidió tener una visión propia en lugar de seguir las prescripciones antiguas. No se trató ya de una cuestión de formas practicables para representar el cuerpo humano.) Cada escultor griego quería saber cómo tenía él que representar un cuerpo determinado. Los egipcios basaron su arte en el conocimiento. Los griegos comenzaron a servirse de sus ojos. Una vez iniciada esta revolución, ya no se detuvo. Los escultores obtuvieron en sus talleres nuevas ideas y nuevos modos de representar la figura humana, y cada innovación fue ávidamente recibida por otros que añadieron a ella sus propios descubrimientos. Uno descubría el modo de esculpir el torso; otro hallaba que una estatua podía parecer mucho más viva si los pies no estaban afirmados excesivamente sobre el suelo; y un tercero descubría que podía dotar de vida a un rostro combando simplemente la boca hacia arriba de modo que pareciera sonreír. Claro está que el método egipcio era en muchos aspectos más seguro. Las experiencias de los artistas griegos se frustraron en muchas ocasiones. La sonrisa pudo parecer una mueca enojosa, o la posición menos rígida dar la impresión de afectada. Pero los artistas griegos no se asustaron fácilmente ante estas dificultades. Habían echado a andar por un camino en el que no había retroceso posible.