Contexto necesario:
En sus estudios sobre El conflicto entre cristianismo y paganismo en el siglo IV (1963), el historiador Arnaldo Momigliano (1908-1987), uno de los grandes clasicistas del siglo XX , recordó que, al adquirir una nueva religión a partir del Edicto de Milán del año 313 del emperador Constantino –libertad religiosa, igualdad de derechos para los cristianos y abolición del culto estatal romano–, el «mundo» (el mundo romano o romanizado) tuvo necesariamente que aprender una nueva historia. El nacimiento de Cristo, y no la fundación de Roma, devino en adelante el acontecimiento capital de la humanidad, la fecha de referencia, por extensión, para la datación de años, siglos y acontecimientos históricos.
Aunque la historia había nacido, como se sabe, con el pensamiento greco-romano –Herodoto, Tucídides, Tito Livio, Tácito, Plutarco– y con el pensamiento judío (la Biblia era, al fin y al cabo, la historia del pueblo judío), la filosofía cristiana creó verdaderamente la conciencia histórica del mundo occidental. Al hacer de la llegada de Cristo el hecho esencial del destino del mundo –san Agustín en La ciudad de Dios, c. 413-426– y diferenciar entre historia antes y después de Cristo, el cristianismo impuso una visión lineal y no cíclica del mundo, subrayó la irrepetibilidad e irreversibilidad de los hechos históricos y, lo que es más importante, vino a dar razón de la historia del hombre y de su presencia en la Tierra.
Ciertamente, no todos los historiadores valorarían positivamente la aparición del cristianismo. En Decadencia y caída del Imperio romano (1776-1778), un libro prodigioso, Edward Gibbon culpabilizaba al cristianismo de la caída del Imperio y lo asociaba a «barbarie y fanatismo». La expansión del cristianismo, inicialmente por la geografía del entorno de Jerusalén (Edessa y Damasco; Alejandría; Anatolia, Armenia…) fue, además, lenta y problemática. Los francos se convirtieron a fines del siglo V; los visigodos (Recaredo), en el año 587; los anglo-sajones, irlandeses y escoceses, en los siglos V a VIII; los eslavos, a lo largo de los siglos VI-VIII; los lombardos, en el año 683; los escandinavos, a partir del siglo IX; y los rusos (principado de Kiev), en el 989. La misma historia del cristianismo fue una historia complicada, difícil, a menudo tortuosa y siempre problemática y jalonada en sus primeros siglos por toda clase de disputas teológicas (gnosticismo, arrianismo, nestorianismo, monofisismo, pelagianismo…), por numerosas querellas dogmáticas y múltiples controversias doctrinales (sobre la divinidad de Cristo, el culto a los santos, las imágenes, los ritos, la gracia…). Lo más grave: el Cisma de Oriente y la ruptura irreversible entre católicos y ortodoxos en 1054.
Con todo, la historia del cristianismo tuvo mucho de estupefaciente: de secta minoritaria –y objeto de brutales persecuciones todavía en los siglos III y IV, bajo los emperadores Decio, Valeriano y Diocleciano– a religión oficial del Imperio en el año 391, y a religión después, tras la caída de aquél, del gran Imperio bizantino (Balcanes, Asia Menor, Oriente Medio) y de Europa occidental y central, tal como sancionó la coronación de Carlomagno como emperador de los romanos y cabeza de un Imperio franco-germánico y romano por el papa León III en la Navidad del 800.
El cristianismo, en efecto, cambió el mundo. Su triunfo se debió, sin duda, a muchos y muy distintos factores y razones. La protección de Constantino le conquistó, de hecho, el Imperio romano. El Imperio bizantino (479-1453) –aristocracia imperial, religión cristiana ortodoxa, cultura griega, derecho romano– hizo del cristianismo y su formidable liturgia oriental, la religión oficial, y de la Iglesia ortodoxa, un poder legitimador del Estado bajo la protección personal del Emperador. La creación, ya en el año 756, de los Estados Pontificios –inicialmente, Roma, el exarcado de Rávena y la «marca» de Ancona– fue una donación de Pipino el Breve, el rey de los francos, resultado así de la alianza entre el Papa y la dinastía carolingia que culminaría con la fundación del Imperio de Carlomagno en el año 800, alianza decisiva, como es fácil inferir, para la cristiandad occidental.
Pero la alianza religión-Estado nunca fue en Occidente definitiva, como lo fue en Bizancio. El Papado –dentro del cual, hasta el año 1000 y aún después, hubo de todo: papas enérgicos y hábiles, papas piadosos y bondadosos, papas ineptos y anodinos, papas corruptos y crueles– aspiró siempre a ejercer el poder espiritual sobre la cristiandad, libre de injerencias de todo poder político y laico y del propio poder imperial. Las mismas independencia y soberanía de los Estados Pontificios eran, desde la perspectiva eclesial, ante todo la garantía del poder espiritual de la Iglesia. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado (emperadores, reyes, poderes territoriales) oscilaron así durante siglos, entre la cooperación y el enfrentamiento. La clave en dicha relación, la separación entre ambos poderes, eclesiástico y civil, con el tiempo uno de los hechos capitales de la organización de los estados occidentales, no se consolidó sino después de largos y gravísimos conflictos, como la querella de las Investiduras (1075-1122), entre el Papado y el Imperio germánico, desencadenada cuando Gregorio VII prohibió que los clérigos pudieran recibir cargos de los laicos, y que conoció episodios como la excomunión del emperador Enrique IV por el Papa y la deposición del propio Gregorio VII por el Emperador; y como la lucha entre el Pontificado y el Imperio (regido ahora por los Hohenstaufen) en Italia en los siglos XII y XIII. El arzobispo de Canterbury, Thomas Becket, fue asesinado en 1170, en su propia catedral, por orden del rey Enrique II, por defender las libertades de la Iglesia frente a las pretensiones abusivas del poder real.
El triunfo del cristianismo fue así consecuencia, ante todo, de la dinámica espiritual y doctrinal de la misma religión cristiana. A diferencia de religiones anteriores, su fundador, Jesucristo, fue una figura histórica cuya vida quedó recogida en las «biografías» que de él escribieron sus discípulos. El cristianismo nació –o así empezó a ser en la concepción y obra de san Pablo– como una religión universal, con un solo Dios y un mensaje inequívoco, y enteramente nuevo, de amor, redención, fraternidad y devoción. Su práctica conllevaba la celebración regular y sistematizada de cultos y rituales colectivos que mantenían la fe: el bautismo, el credo, la eucaristía, la lectura de los Evangelios, la misa. El cristianismo se dotó en seguida de organización e instituciones eficaces (papas, concilios, patriarcas metropolitanos, obispos, sacerdotes) y desarrolló, también tempranamente, una admirable estrategia de expansión y evangelización, cuya pieza fundamental fueron monasterios y abadías, surgidos en los siglos IV y V, como modelos de vida piadosa y ascética y de conducta ejemplarizante –trabajo, pobreza, castidad, oración–, reforzada por la memoria y culto del sacrificio de santos y mártires.
El cristianismo fue más que una religión: constituyó una nueva cultura, una nueva visión y explicación del hombre en la Tierra, una nueva razón histórica, por tanto, del mundo. La traducción de los Evangelios del hebreo y del griego al latín, obra de san Jerónimo en el siglo V, una intuición genial, fue decisiva para la difusión de aquellos y dio a la cristiandad un lenguaje universal. La obra de los primeros grandes «doctores» de la Iglesia –san Ambrosio, san Agustín, san Juan Crisóstomo– sistematizó la teología, las enseñanzas y la moral cristianas, y dio al cristianismo una doctrina verdaderamente sustantiva. El pensamiento de san Agustín (354-430), recogido en sus obras Soliloquios, La Ciudad de Dios, Confesiones, y Sobre la naturaleza y la gracia, que se ocupó de cuestiones como la trinidad, la gracia, la predestinación, el mal y el libre albedrío, el matrimonio, el sacerdocio y la sexualidad, suponía, de hecho, una nueva y profunda espiritualidad, muy alejada ya del mundo greco-romano, en la que el cristianismo era una filosofía de salvación mediante la redención del hombre por el sacrificio de Jesucristo en la cruz.
Varios papas fueron fundamentales en la afirmación y salvaguarda del poder espiritual y temporal de la Iglesia, y en la consolidación, por tanto, del cristianismo como institución. En medio de la fragmentación del poder que siguió a la crisis del Imperio romano de Occidente, san León Magno (440-461) y san Gregorio Magno (592-604) supieron afirmar la autoridad del Papa, delimitar la jurisdicción eclesiástica y precisar y definir los primeros principios doctrinales y prácticas litúrgicas de la Iglesia, y mantener Roma bajo su control, hecho capital en el fortalecimiento del Papado en Occidente. León IX (1049-1054), un papa alemán, y Gregorio VII (1073-1085), el exmonje Hildebrando, dos papas enérgicos, hicieron resurgir el Papado –tras el siglo nefasto que para la institución había sido el siglo X– mediante la exaltación de los ideales religiosos, reformas de la organización y la vida eclesiástica y monástica y la afirmación del poder del Papa sobre la Iglesia frente al poder imperial, como ya se ha señalado más arriba. Con Inocencio III (1198-1216), que aplastaría militarmente la herejía de los albigenses en el sur de Francia y aprobaría las nuevas órdenes religiosas de franciscanos y dominicos, la Iglesia católica se constituyó ya como una verdadera teocracia pontificia.
El triunfo del cristianismo fue, pues, indiscutible. La aparición y expansión del Islam a partir del año 622 –que, tras unificar Arabia, conquistaría antes del año 750 Oriente Medio, con Jerusalén y los llamados Santos Lugares (Tierra Santa), Siria, Armenia, Persia, Egipto, el norte de África, Cerdeña, Córcega y el reino visigodo en la península Ibérica; luego en 902, Sicilia– supuso una grave amenaza. Pero, al tiempo, reforzó la identidad de la cristiandad, fijó y definió sus fronteras, y hasta le dio un objetivo: la recuperación de Tierra Santa. El Imperio de Carlomagno –nieto de Carlos Martel, el noble franco-germano que detuvo la expansión árabe en Poitiers en el año 732, e hijo de Pipino el Breve– que abarcó casi toda Europa occidental (los territorios francos y germánicos, el norte de Italia y las «marcas» de Cataluña, Bretaña, Friuli, Dinamarca, Baviera, Corintia y Panonia), fue tanto una entidad religiosa como política y, tras su coronación por el papa León III en el año 900, se configuró como un Imperio cristiano romano.
El cristianismo fue una religión popular. A partir del siglo IX, miles de peregrinos recorrerían Europa en pos de lugares –catedrales, abadías, monasterios– en localidades como Santiago de Compostela, la propia Roma, Colonia o Canterbury, que guardaban reliquias (el cuerpo de un apóstol, la túnica de la Virgen, fragmentos de la Cruz, sangre de Cristo…) de especial veneración para los cristianos. La expansión del arte románico entre los siglos X y XIII – miles de iglesias y monasterios en toda la cristiandad occidental (Alemania, Francia, Italia, norte de España, Suiza, Inglaterra)– revelaba la existencia, en palabras del historiador del arte Ernst H. Gombrich, de una «Iglesia militante». Monasterios y abadías (York, Barrow, Tours, St. Denis, Fulda, San Millán, Ripoll, St. Gall, etcétera) eran, hacia el año 1000, los verdaderos centros de la cultura en Europa.
El desarrollo del arte:
En medio del fragor de los cruentos y enconados enfrentamientos de güelfos y gibelinos, que asolaron, sobre todo, la Toscana durante la segunda mitad del siglo XIII y primer tercio del XIV, se produjo un «milagro» artístico que cimentó la formidable transformación pictórica del Renacimiento. A ello se refirió Vasari con el elocuente calificativo de I primi lumi –«Las primeras luces»–, señalando lo que para él, con el esquema cíclico de una evolución histórica cortada sobre el patrón de la vida humana, fue la infancia de esta nueva era artística, en la que la pintura rompió con el acrisolado molde del arcaizante estilo bizantino, hierático, plano y brillante, para adentrarse en un nuevo estilo moderno, más dinámico, profundo y realista. Los pasos de esta evolución abarcaron algo más de dos siglos, la segunda mitad del XIII, el XIV y el XV, denominados en lengua italiana como duecento, trecento y quattrocento, pero cuya enjundia artística fue maravillosamente compilada por el pintor Cennino Cennini, en su tratado El libro del arte, cuando, al referirse al valor del maestro de sus maestros, Giotto, afirmó que éste «mudó el arte de pintar de lo griego a lo latino y lo redujo a lo moderno». Sin querer restar un ápice de importancia a la extraordinaria aportación de Giotto en esta empresa, es obvio que, en todo caso, la culminó, en sucesión o simultaneidad, con otros, entre los que cabe destacar también, por lo menos, a Cimabue, apodo de Cenni di Peppi (h.1240-¿1302?) y Duccio di Buoninsegna (entre 1278-1319). El primero, Cimabue, apodo que significa «cabeza de buey», era florentino, como Giotto di Bondone (h.1267-1337), siendo ambos, además, contemporáneos de Dante (1265-1321), que no en balde los citó en su Divina Comedia (Purgatorio, XI, 94-96), mientras que el tercero, Duccio, era oriundo de Siena, una ciudad que asimismo constituyó un estilo pictórico característico en esa misma edad.
Desde el punto de vista formal, ¿por qué y cómo se produjo esta mudanza desde el inmutable estilo griego o bizantino al moderno por esencia mudable? Incluso desde esta perspectiva comparativamente sencilla, en la medida en que sólo busca conjeturalmente prototipos precedentes a la vista en un momento histórico dado, no es fácil hallar una respuesta contundente, puesto que, aun existiendo, como son los modelos clásicos antiguos supervivientes en Italia, no está del todo claro la causa de su subitánea elección. En todo caso, hay que señalar el estímulo que supuso al respecto la obra realizada por algunos escultores-arquitectos, como Niccola (m. 1278/1284) y Giovanni (m. 1314) Pisano, padre e hijo, de una estirpe procedente de Apulia, pero activos principalmente en Pisa, o Arnolfo di Cambio (m. 1302/1310), activo en la propia Pisa, Roma y Florencia, empeñados por igual en exhumar la senda del naturalismo clásico y la dúctil expresividad emocional de la escultura gótica de las catedrales septentrionales. No obstante, el problema de fondo es explicar cómo se produjo ese cambio de perspectiva desde una religiosidad concebida en términos intemporales a otra, cada vez más enredada en la captación de lo puntualmente terrenal y, por tanto, cambiante, temporal. En suma: dar cuenta, ni más ni menos, que del «temblor del tiempo».
Pero ¿tiembla el tiempo por naturaleza o hay algo que le hace temblar? Sin meternos en honduras, lo primero no es incompatible con lo segundo; esto es: el tiempo tiembla porque es la crónica del suceder, del cambio, pero el movimiento se puede acelerar o retardar, depende, nunca mejor dicho, de los momentos históricos. Con el que nos enfrentamos, el de la gran mutación que se produce entre la Edad Media feudal, agrícola e inmovilizada y su progresiva descomposición moderna, que gestará el humanismo renacentista, comercial, antropocéntrico y explorador; es decir: pura movilidad. De todas forma, el paso de uno a otro se retarda, como ya se ha dicho, durante, por lo menos, tres siglos, e implica no sólo profundos cambios materiales, sino, sobre todo, un cambio de conciencia, o, si se quiere, mejor, de autoconciencia, algo, esto último, esencial para la representación y, por tanto, para el arte.
La figura clave para el arranque de esta transformación fue, sin duda, el pintor antes citado, Cimabue, aunque no se puede depreciar la labor precedente de algún otro maestro, como Coppo di Marcovaldo, también florentino, nacido hacia 1225 y muerto hacia 1276, autor del impresionante mosaico del baptisterio de Florencia y de diversas escenas religiosas al temple sobre tabla, entre las que destacan sus crucificados, estos últimos un punto de referencia útil para contrastarlos con los de Cimabue, por cuanto éste incrementó su patetismo, sus detalles anatómicos y su fuerza expresiva, dándonos a veces la impresión de que Cristo se retuerce y repta sobre el leño de la cruz, sobre todo, en el estremecedor crucifijo que pintó en Santa Croce de Florencia, desdichadamente anegado en la triste inundación de la ciudad de 1966, que lo dañó de forma casi irrecuperable. Pero Cimabue, con sus Vírgenes con el Niño en Majestad, y, en especial, la Virgen que se conserva en la Galería de los Uffizi de Florencia, pintada al temple sobre tabla hacia 1290-1300, demostró una creciente facilidad para dar una cierta profundidad al espacio y un sentido expresivo más dúctil en las figuras principales. Por último, hay que resaltar la impresionante decoración al fresco, con el tema de la Crucifixión (c. 1290), que ejecutó en la basílica superior de san Francisco en Asís, rodeada de una animación coral llena de viveza.
Aún habiendo sido casi olvidado hasta el siglo XX, todos los especialistas coinciden en señalar la importancia de Cimabue como iniciador de la renovación pictórica en Florencia, lo que le convierte en el precedente más significativo de Giotto, pero también de los primeros grandes representantes de la escuela sienesa, Duccio y Simone Martini, que fueron también estimulados por su ejemplo, trascendental a la hora de superar el arcaizante estilo bizantino mediante la síntesis del estilo gótico y el modelo clásico de la Antigüedad tardía. La fama que obtuvo entre sus contemporáneos fue notable, como así lo manifiestan los antes mencionados versos de Dante:
Creía Cimabue en la pintura
tener el campo, que ahora es mantenido
por Giotto, que su fama vuelve oscura...
Versos, desde luego, importantes, no sólo por recoger los nombres de artistas plásticos contemporáneos, sino por la consideración moral del cambio de fortuna, consecuencia de ese pasar del tiempo, que nos hace temblar a los modernos por dentro y por fuera.
Aunque las noticias documentadas sobre Duccio di Buoninsegna son escasas, todo nos hace pensar que llegó a alcanzar un prestigio muy considerable, en especial entre sus compatriotas de Siena. Algunas de ellas, además, nos revelan algunos datos interesantes sobre su personalidad, que debió ser inestable y algo caprichosa, como así lo acredita el hecho de que fuera objeto de algunas multas, probablemente por incumplimiento de contratos y, en un caso, por haber tenido cierta relación con prácticas de brujería, por no hablar ya de una de cuantía muy severa al negarse a jurar obediencia al capitán de la milicia y, en 1302, incluso a participar en la guerra en la Maremma. En cualquier caso, estos incumplimientos cívicos no frustraron sus encargos locales, públicos o privados. Por lo demás, Duccio fue un artista viajero, que trabajó, además de en Siena, con toda seguridad en Florencia y Asís, siendo más que probable su presencia en otras ciudades italianas, como Roma o Pisa, y hasta, de manera más conjetural, en París, e incluso algunos aventuran su paso por Constantinopla. Hay también algunos datos que nos inducen a pensar que llegó a atesorar un patrimonio material de cierta importancia. Toda esta información, contrastada o inducida, rebasa el límite aséptico de lo notarial para adentrarnos en el esbozo de un nuevo modelo de personalidad y estatus artísticos, que se separan de los hasta entonces usuales en la profesión.
Centrándonos en la producción de Duccio, aun sin poderse despejar bastantes dudas en relación con su autoría, podemos afirmar que trabajó mucho –para sí y para otros– y alcanzó un notabilisimo reconocimiento entre sus contemporáneos. Pintó varias Madonas –la Madona de Crevole, del Museo de la catedral de Siena; la Madona del Kunstmuseum de Berna; la Madona de los Franciscanos, de la Pinacoteca Nacional de Siena; la llamada Madona Stoclet; la Madona con el Niño y ángeles, de la Galería Nacional de Umbria; la Madona Rucellai, de la Galería de los Uffizi de Florencia; la Madona del pequeño tríptico, de la National Gallery de Londres–, el Crucifijo, de la Colección Odescalchi de Roma, etcétera. De todas formas, su obra más formidable en todos los sentidos fue la muy célebre de la Maestà, espectacular conjunto, cuya conclusión se data entre 1308 y 1311. Fue una obra realizada para el altar mayor del Duomo de Siena, pero que comprendía no sólo el anverso y el reverso del retablo, sino muchos otros complementos como su coronamiento y las predelas. Esta auténtica obra maestra de Duccio por sí sola habría bastado para acreditar su paso a la historia por la ambición del proyecto, que es de dimensiones monumentales, pero también de una complejidad estructural asombrosa. Realizada en plena madurez del artista, probablemente unos diez años antes de su muerte y cuando estaba en la cincuentena, este conjunto es asimismo considerado como la síntesis estilística más completa de su fecunda trayectoria.