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Historia del arte: Grecia (III).



Las dos grandes obras de Fidias, su Palas Atenea y su famosa estatua de Zeus Olímpico, se han perdido definitivamente, pero los templos en los cuales estuvieron instaladas aún existen, y, con ellos, algunas de las decoraciones ejecutadas en tiempo de Fidias. El templo de Olimpia es el más antiguo; acaso se lo comenzó hacia 470 a.C. y se lo concluyó antes de 457 a.C. En los espacios (metopas) que se hallan sobre el arquitrabe están representadas las hazañas de Hércules. La ilustración de abajo muestra el episodio de las manzanas de las Hespérides. Fue éste un trabajo que ni él mismo quiso o pudo realizar. Hércules suplicó a Atlas, que es el que sostiene el cielo sobre sus hombros, que lo hiciera por él, y Atlas aceptó a condición de que Hércules sostuviera su carga entre tanto. En este relieve se ve a Atlas regresando con las manzanas de oro para Hércules, quien se halla erguido bajo su enorme carga. Atenea, la astuta colaboradora en todas sus hazañas, le ha puesto un almohadón sobre los hombros para hacérsela más soportable. En su mano derecha tiene de nuevo Atenea una lanza metálica. En su totalidad, el tema está expresado con simplicidad y claridad maravillosas. Percibimos que el artista seguía prefiriendo mostrar una figura en una actitud erguida, de frente o de lado. Atenea está representada de cara al espectador, y solamente su cabeza se inclina hacia Hércules. No es difícil advertir en estas figuras el prolongado influjo de las normas que rigieron el arte egipcio. Pero notamos que la grandiosidad, la serenidad majestuosa y la fuerza de estas estatuas se deben también a esta observancia de las normas antiguas. Éstas habían dejado de constituir una herencia que coartara la libertad del artista. La vieja idea de que importaba mucho mostrar la estructura del cuerpo — como si dijéramos sus goznes principales, para que nos ayudaran a darnos cuenta de la disposición del conjunto— incitó al artista a explotar la anatomía de músculos y huesos, y a labrar una reproducción convincente de la figura humana, visible incluso bajo el velo de los ropajes.


Metopa de Hércules en el templo de Zeus

En efecto, la manera de emplear los artistas griegos los ropajes para señalar esas principales divisiones del cuerpo revela la importancia que concedieron al conocimiento de la forma. Este equilibrio entre una adhesión a las normas y una libertad dentro de ellas es el que ha llevado a que se admirara tanto el arte griego en los siglos posteriores, y que los artistas se hayan vuelto hacia sus obras maestras en busca de guía e inspiración.


Templo de Zeus Olímpico (Atenas)

El tipo de obras que con frecuencia se encargaba a los artistas griegos pudo contribuir a que éstos perfeccionaran su conocimiento del cuerpo humano en movimiento. Un templo como el de Olimpia se hallaba rodeado de estatuas de atletas victoriosos dedicadas a los dioses. A nosotros puede parecemos ésta una extraña costumbre, pues por populares que lleguen a ser nuestros deportistas, no imaginamos que se tengan que labrar sus efigies para ofrecerlas a una iglesia en agradecimiento por la victoria conseguida en el último torneo. Pero los grandes deportes organizados por los griegos, de los cuales los juegos olímpicos eran, claro está, los más famosos, constituían algo muy diferente de nuestras modernas competiciones. Estaban mucho más ligados a las creencias y los ritos religiosos del pueblo. Los que tomaban parte en ellos no eran deportistas o aficionados, ni profesionales, sino miembros de las principales familias griegas, y el vencedor en esos juegos era mirado con temor, como un hombre al que han favorecido los dioses con el don de la victoria. Para obtener esa virtud era para lo que originariamente se celebraban tales juegos, y para conmemorar, y acaso perpetuar, tales signos de gracia concedida por los dioses, para lo que los vencedores encargaban sus efigies a los artistas más renombrados de la época.

Las excavaciones realizadas en Olimpia han descubierto gran cantidad de pedestales sobre los que se hallaban las estatuas, pero éstas han desaparecido. En su mayoría eran de bronce y probablemente fueron fundidas de nuevo cuando el metal escaseó en el medievo. Sólo en Delfos fue hallada una de esas estatuas, la figura de un auriga (abajo) difiere sorprendentemente de la idea general que uno puede haberse formado fácilmente del arte griego cuando sólo se han visto reproducciones. Los ojos, que parecen a menudo tan vacuos e inexpresivos en las estatuas de mármol, o que están vacíos en las cabezas de bronce, se hallan marcados por piedras coloreadas, como sucedía siempre en aquella época. Los cabellos, ojos y labios estaban ligeramente sobredorados, enriqueciendo y avivando el conjunto del rostro, sin que una cabeza semejante pareciera nunca chillona o vulgar. Observamos que el artista no trató de imitar una cabeza real con todas sus imperfecciones, sino que la obtuvo de su conocimiento de la forma humana. Ignoramos si la estatua del auriga se parecería a su modelo; probablemente no se pareció en el sentido que nosotros damos a este término, pero constituye una imagen convincente de un ser humano, de simplicidad y belleza maravillosas.


Áuriga de Delfos

Obras como ésta, no mencionada siquiera por los escritores clásicos griegos, nos hacen pensar en cuántas de las más famosas de esas estatuas de atletas habremos perdido, tal como la de El discóbolo (Lanzador de disco), del escultor ateniense Mirón, que perteneció probablemente a la misma generación de Fidias. Se han encontrado varias copias de esta estatua que nos permiten, al menos, formarnos una idea general de lo que era (abajo). El joven atleta está representado en el momento en que se dispone a lanzar el pesado disco. Se ha inclinado y balancea el brazo hacia atrás para poder arrojar aquél con la mayor violencia. En el instante siguiente dará un paso hacia adelante y lo dejará ir, impulsando el lanzamiento con un giro del cuerpo. La actitud parece tan natural que los deportistas modernos la han tomado como modelo y han tratado de aprender de ella el estilo griego de lanzar el disco con exactitud. Pero esto resultó ser menos fácil de lo que esperaban. Olvidaron que la estatua de Mirón no es un fotograma de un documental deportivo, sino una obra de arte griego. En efecto, si la observamos con mayor cuidado encontraremos que Mirón ha conseguido su sorprendente sensación de movimiento por medio, principalmente, de una nueva adaptación de métodos artísticos muy antiguos. Situándonos frente a la estatua y fijándonos solamente en su silueta, de pronto nos damos cuenta de su relación con la tradición egipcia. Como los egipcios, Mirón nos presenta el tronco visto de frente, las piernas y los brazos de perfil; al igual que ellos, ha compuesto su presentación de un cuerpo humano en base a los aspectos más característicos de sus partes. Pero en sus manos, esa antigua y gastada fórmula se ha convertido en algo por completo diferente. En vez de reunir todos esos aspectos en la poco convincente disposición de una rígida postura, ha buscado un modelo real para situarlo en una actitud parecida y adaptarlo así de modo que parezca una natural representación de un cuerpo en movimiento. Si corresponde o no al movimiento más conveniente para lanzar el disco, importa poco. La cuestión es que Mirón conquistó el movimiento, del mismo modo que los pintores de su época lograron conquistar el espacio.


Discóbolo de Mirón

De todos los originales griegos que han llegado hasta nosotros, las esculturas del Partenón acaso sean las que reflejan más maravillosamente esta nueva libertad. El Partenón se concluyó unos veinte años después del templo de Olimpia, habiendo adquirido los artistas, en este breve lapso, una extraordinaria holgura y facilidad para resolver los problemas de una representación convincente. No sabemos quiénes fueron los escultores que realizaron esas decoraciones del templo, pero como Fidias hizo la estatua del altar, parece posible que de su taller salieran las esculturas restantes.

La ilustración (abajo) que reproduce fragmentos de la gran faja o friso anterior que corre alrededor del edificio, bajo el techo, y que representa la procesión anual en la solemne fiesta de la diosa. Se efectuaban siempre juegos y deportes durante esas festividades, uno de los cuales consistía en la peligrosa proeza de saltar adentro y afuera del carro mientras galopaban los cuatro caballos que lo conducían. Tal exhibición es la que se muestra en la ilustración 56. En un principio puede resultar difícil hallar ilación en este primer fragmento, porque el relieve ha sufrido muchos daños. No sólo se trata de una parte de la superficie rota, sino que han desaparecido de ella todos los colores que probablemente hacían que las figuras se destacaran claramente sobre un fondo intensamente coloreado. Para nosotros, la calidad y la contextura del hermoso mármol son algo tan maravilloso que nunca pensaríamos en recubrirlo de color, pero los griegos pintaban incluso sus templos con fuertes y contrastados colores, como el rojo y el azul. Mas por poco que haya quedado de la obra original, tratándose de esculturas griegas siempre vale más tratar de olvidar lo que les falta por el puro placer de descubrir lo que ha quedado. Lo primero que vemos en nuestro fragmento son los caballos, en número de cuatro, uno detrás de otro. Sus cabezas y sus patas están suficientemente bien conservadas como para darnos una idea de la maestría con que el artista consiguió mostrar la estructura de los huesos y los músculos sin que el conjunto pareciese rígido o duro. De pronto advertimos que lo mismo ha debido suceder respecto a las figuras humanas. Por los rastros que han subsistido, podemos imaginar cuán desenvueltamente se movían y con cuánta claridad destacaban los músculos de sus cuerpos. El escorzo ya no ofrecía ningún gran problem a al artista. El brazo con el escudo está perfectam ente trazado, lo mismo que el flamante penacho del yelmo y las curvas del vestido hinchado por el viento. Pero todos estos descubrimientos no acaban con el artista. Pese a cuanto haya podido disfrutar de esta conquista del espacio y el movimiento, no experimentamos la sensación de que estuviera ansioso en demostrarnos lo que era capaz de conseguir. Pese a lo vivos y animados que hayan llegado a ser los grupos, aún encajan perfectamente en el orden de la procesión solemne que se mueve a lo largo de la pared del edificio. Ha conservado algo de la sabiduría artística de la estructuración que el arte griego recibió de los egipcios y del encaje dentro de un patrón geométrico que precedió al gran despertar. Y es esta seguridad manual la que hace que cada detalle del friso del Partenón sea tan lúcido y «correcto».


Faja o friso anterior del Partenón

Toda obra griega de aquel gran período muestra esta sabiduría y pericia en el reparto de las figuras, pero lo que los griegos de la época apreciaban más aún era otra cosa: la libertad recién descubierta de plasmar el cuerpo humano en cualquier posición o movimiento podía servir para reflejar la vida interior de las figuras representadas. Sabemos por uno de sus discípulos que eso fue lo que el gran filósofo Sócrates — asimismo formado como escultor— recomendaba a los artistas que hicieran. Debían representar «los movimientos del alma» mediante la observación exacta de cómo «los sentimientos afectan al cuerpo en acción».

Una vez más, los artesanos que pintaban vasijas trataron de absorber los descubrimientos de los grandes maestros, cuyas obras de arte hemos perdido. La ilustración de abajo representa el conmovedor episodio de la historia de Ulises cuando el héroe regresa a casa tras diecinueve años de ausencia, disfrazado de mendigo con bastón, hatillo y platillo, y es reconocido por su vieja niñera, que se percata de la cicatriz que tiene en la pierna mientras le lava los pies. El artista estaba ilustrando una versión ligeramente distinta de la de Homero (en la que la niñera lleva un nombre distinto del inscrito en la vasija y en la que Eumeo, el porquerizo, no está presente); quizá viera una obra teatral en la que se representó este fragmento, pues recordemos que fue también durante este siglo cuando los dramaturgos griegos crearon el arte del drama. Pero el caso es que no necesitamos el texto exacto para experimentar que algo dramático y emotivo está pasando, pues la mirada que intercambian la niñera y el héroe es casi más elocuente que las palabras. Desde luego, no hay duda de que los artistas griegos dominaban los medios para transmitir los sentimientos surgidos entre personas.



Esta capacidad para hacernos ver «los movimientos del alma» en la pose del cuerpo es lo que convierte a una simple estela sepulcral como la de la ilustración de abajo en una gran obra de arte. El relieve muestra a Hegeso, enterrado bajo la lápida, como era en vida. Una doncella que tiene delante le ofrece un estuche, del que parece escoger una joya. Es una escena tranquila que podemos cotejar con la representación egipcia de Turankamón en su trono con su esposa ajustándole el collar. La obra egipcia también es maravillosamente clara en cuanto a su silueteado, pero a pesar de pertenecer a un período excepcional del arte egipcio es un tanto rígida y afectada. El relieve griego ha soslayado todas esas embarazosas limitaciones, reteniendo la limpidez y la belleza en la distribución, que ya no es geométrica ni angulosa, sino holgada y flexible. La mirad superior está delimitada por la curva de los brazos de las dos mujeres, formando una línea que se corresponde con las curvas del asiento, modo sencillo de hacer que la belleza de Hegeso se convierta en el centro de atención, con el fluir de los ropajes en torno a las formas del cuerpo, combinándose el rodo para producir aquella sencilla armonía que sólo vino al mundo con el arte griego del siglo V a.C.


Estela funeraria de Hegeso


Recopilación del libro "Historia del arte" de E.H. Gombrich.