¿Cuál puede ser, pues, la razón de que tan gran porción del arte primitivo parezca totalmente extraña? Tal vez debamos volvernos
hacia nosotros mismos e intentar experimentos que todos
podemos llevar a cabo. Tomemos un trozo de papel o de
secante y garabateemos sobre él una cara. Tan sólo un círculo
para la cabeza, un palote para la nariz, otro para la boca.
Una vez hecho esto, miremos el monigote ciego. ¿No parecerá
insoportablemente lastimoso? La pobre criatura no
puede ver. Sentimos que debemos darle ojos, ¡y qué descanso
cuando ponemos los dos puntos y, al fin, puede mirarnos!
Para nosotros esto es un juego, pero para el primitivo
no lo es. Un trozo de madera, con esas cuantas formas
esenciales, constituye algo nuevo y distinto para él. Toma
los signos que realiza como indicio de su mágico poder.
No necesita hacer nada más realista toda vez que la imagen
tiene ojos para mirar.
La ilustración muestra la
imagen de un dios de la guerra polinesio llamado Oro.
Los polinesios son tallistas excelentes, pero no consideran,
evidentemente, que lo esencial sea darle a esa figura
la imagen correcta de un hombre, todo lo que podemos
ver en ella es un trozo de madera cubierta de fibras entretejidas.
Tan sólo los ojos y los brazos están someramente
indicados por un cordoncillo de fibra; pero, al fijarnos
nuevamente en ellos, nos damos cuenta de que basta con
ello para conferirle un aspecto de misterioso poder. No
nos hallamos todavía enteramente en el reino del arte,
pero nuestro experimento del monigote puede aún enseñarnos
algo más. Cambiemos la forma del rostro que
hemos garabateado en todas sus posibilidades. Cambiemos
la forma de los ojos de puntos a cruces, o a otro trazo
cualquiera que no posea ni la más remota semejanza
con los ojos verdaderos. Hagamos de la nariz un círculo y
de la boca una espiral. Difícilmente cambiará, en tanto
que su relativa posición continúe siendo aproximadamente
la misma. Ahora bien, para el artista nativo este
descubrimiento significará mucho probablemente, pues
le enseñará a extraer sus figuras o rostros de aquellas formas que más le gusten, y
que mejor se adapten a su especial habilidad. El resultado puede que no sea muy
realista, pero conservará cierta unidad y armonía de diseño que es precisamente
lo que, con toda probabilidad, le faltaba a nuestro monigote.
La ilustración superior
muestra una máscara de Nueva Guinea. Seguramente no es una cosa bella, pero
no es eso lo que se propone ser; está destinada a una ceremonia en la que los
jóvenes del poblado se disfrazan de espíritus y asustan a las mujeres y a los niños. Mas pese a lo fantástica o incluso repulsiva que pueda parecemos, hay
algo convincente en el modo en que el artista ha sabido obtener este rostro a
partir de unas formas geométricas.
En algunas partes del mundo, los artistas primitivos han sabido desarrollar elaborados sistemas para representar ornamentalmente las diversas figuras y tótems de sus mitos. Entre los indios de América del Norte, por ejemplo, los artistas combinan una observación muy aguda de las formas naturales con su desdén por lo que nosotros llamamos las apariencias reales de las cosas. Como cazadores, conocen la verdadera forma del pico del águila, o de las orejas del castor, mucho mejor que cualquiera de nosotros. Pero ellos consideran tales rasgos como meramente suficientes. Una máscara con un pico de águila es precisamente un águila.
La ilustración superior es un modelo de casa de un caudillo entre la tribu haida de los pieles rojas, con tres de los llamados mástiles totémicos en su fachada. Nosotros sólo podemos apreciar un revoltijo de máscaras, pero para el nativo el mástil central ilustra una antigua leyenda de su tribu. La leyenda misma, para nosotros, es casi tan extraña e incoherente como su representación, pero no debe sorprendemos mucho que las ideas de los primitivos difieran de las nuestras. Hela aquí:
Hubo una vez un mozo en la ciudad de Gwais Kun que acostumbraba holgazanear, tumbado todo el día en la cama, hasta que su suegra le censuró por ello; él se sintió avergonzado, y se fue decidido a matar a un monstruo que habitaba en un lago y que se alimentaba de hombres y ballenas. Con ayuda de un pájaro sobrenatural construyó un cepo con el tronco de un árbol y suspendió encima de él a dos niños para que sirvieran de cebo. El monstruo fue capturado y el mozo se disfrazó con su piel para apresar peces, que regularmente depositaba sobre los escalones de la puerta de la casa de su suegra. Esta se sintió tan halagada por estos inesperados dones, que llegó a creerse hechicera. Cuando el mozo, al fin, la desilusionó, se sintió tan avergonzada que murió a causa de ello.
Todos los participantes en esta tragedia se hallan representados en el mástil central. La máscara que se halla debajo de la entrada es una de las ballenas que el monstruo acostumbraba comer. La gran máscara de encima de la puerta es el monstruo; sobre ella, la forma humana de la infortunada suegra. La máscara que tiene el pico puesto sobre esta última es el pájaro que ayudó al héroe; este mismo aparece más arriba disfrazado con la piel del monstruo y con los peces apresados por él. Las figuras humanas son los niños que el héroe utilizó como cebo.
Una obra semejante nos parece producto de una extravagante fantasía, pero para los que la hicieron constituía una empresa solemne. Costó años labrar esos grandes mástiles, con las herramientas primitivas de que disponían los nativos y, algunas veces, toda la población masculina colaboró en la tarea. Fue para señalar y honrar la casa de un poderoso caudillo
Sin una explicación no nos es posible comprender el objeto de esas creaciones en las que se puso tanto amor y trabajo. Así sucede frecuentemente con obras de arte primitivo. Una máscara como la de la ilustración 28 puede parecemos graciosa, pero su significado no es, ni con mucho, gracioso. Representa a un demonio de las montañas devorador de hombres con la cara manchada de sangre. Pero aunque no consigamos entenderlo, podemos apreciar- la fidelidad con que las formas naturales han sido traducidas a una composición coherente. Existen muchas grandes obras de esta clase que datan de los extraños comienzos del arte, y cuya exacta explicación se ha perdido probablemente para siempre, pero que podemos admirar todavía, lodo lo que nos queda de las grandes civilizaciones de la América antigua es su «arte». He puesto la palabra entre comillas, no porque a esas misteriosas construcciones e imágenes les falte belleza —algunas de ellas son sumamente fascinantes—, sino porque no debemos acercarnos a ellas con la idea de que fueron realizadas con fines placenteros o decorativos.
La talla de una cabeza de la muerte, perteneciente a un altar de las ruinas de Copán, en la actual Honduras, nos recuerda los sacrificios humanos exigidos por las religiones de esos pueblos. A pesar de lo poco que puede saberse acerca del sentido exacto de esas tallas, los enormes esfuerzos de los especialistas que han redescubierto esas obras, y que han tratado de penetrar en sus secretos, nos han enseñado bastante para compararlas con otras similares de las culturas primitivas. Claro está que esos pueblos no eran primitivos en el sentido usual del término. Cuando llegaron los conquistadores españoles y portugueses del siglo XVI, los aztecas en México y los incas en Perú y Bolivia regían poderosos imperios. Sabemos también que, en tempranos siglos, los mayas de América Central construyeron grandes ciudades y desarrollaron un sistema de escritura y de cálculo del calendario que es todo menos primitivo. Al igual que los negros de Nigeria, los americanos precolombinos eran perfectamente capaces de representar un rostro humano con aspecto natural. A los antiguos peruanos les gustaba modelar ciertas vasijas en forma de cabezas humanas de un realismo sorprendente. Si la mayoría de las obras de esas civiIizaciones nos parecen fantásticas y poco naturales, la razón reside probablemente en las ideas que se proponían transmitir.
La ilustración superior reproduce una estatua mexicana que se cree data del período azteca, el último antes de la conquista. Los investigadores creen que representa al dios de la lluvia, cuyo nombre era Tláloc. En esas zonas tropicales la lluvia es con frecuencia cuestión de vida o muerte, pues sin ella las cosechas pueden fallar, dando lugar a que se perezca de hambre. Se comprende, pues, que el dios de la lluvia y las tormentas asuma en el espíritu la forma de un demonio de terrorífico poder. El rayo, en el cielo, aparece en la imaginación como una gran serpiente, y, por ello, muchos pueblos americanos han considerado a la serpiente de cascabel como un ser sagrado y poderoso. Si observamos más detenidamente la figura de Tláloc vemos, en efecto, que su boca está formada por dos cabezas de esa clase de ofidios, frente a frente, con sus grandes colmillos venenosos sobresaliendo de sus mandíbulas, y que su nariz, asimismo, parece haberse plasmado con el cuerpo retorcido de una serpiente. Tal vez hasta sus ojos puedan ser vistos como dos culebras enroscadas. Vemos así cuán lejos de nuestro criterio, acerca de la escultura, puede llevar la idea de construir un rostro extrayéndolo de formas dadas. Iámbién podemos percibir algún vislumbre de las razones que han conducido, a veces, a este método. Ciertamente, era adecuado formar la imagen del dios de la lluvia con los cuerpos de las serpientes sagradas que corporizaban la fuerza del rayo. Si consideramos la extraña mentalidad que creó esos terribles ídolos, podemos llegar a comprender cómo la realización de imágenes en esas civilizaciones primitivas no se hallaba relacionada sólo con la magia y la religión, sino que también era la primera forma de escritura. La serpiente sagrada en el arte antiguo de México no fue solamente la reproducción de la serpiente de cascabel; llegaría a evolucionar hasta constituir un signo para expresar el rayo y, de este modo, crear un carácter pqr medio del cual pudiera ser registrada, o tal vez conjurada, una tormenta. Sabemos muy poco acerca de esos misteriosos orígenes, pero si queremos comprender la historia del arte haremos bien en recordar, siquiera por un momento, que las artes y las letras constituyen, verdaderamente, una misma familia.