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Estética.
La Ilustración: el empirismo

Contemporánea del desarrollo de la teoría crítica neo­clásica, fue la orientación divergente de la reflexión es­tética llevada a cabo, principal aunque no exclusivamen­te, por los teóricos ingleses en el marco de la tradición empirista baconiana. Los teóricos ingleses centraron so­bre todo su interés en la psicología del arte (si bien no fueron meros psicólogos), especialmente en el proceso creador y en los efectos del arte sobre el observador.



La imaginación

El hecho de que la imaginación (o «fantasía») juega un papel decisivo, aunque misterioso, en la creación artística, había sido ampliamente reconocido. Pero su for­ma de actuación — el secreto de la inventiva y la originalidad— no fue sometida a investigación sistemática con anterioridad a los empiristas del siglo XVI. Entre los racionalistas, la imaginación, considerada como una facultad registradora de imágenes o como una facultad combinadora de ellas, apenas desempeñaba papel alguno en el conocimiento. Pero el Advancement of Learning (1605) de Bacon colocó a la imaginación, en cuanto facultad, al nivel de la memoria y la razón, asignándole el campo de la poesía, a la manera como la historia y la filosofía (incluyendo, por supuesto, tanto la filosofía moral como la natural) fueron asignadas a otras facultades.


Thomas Hobbes, en los primeros capítulos de su Leviathan (1651), intentó ofrecernos el primer análisis de la imaginación, definida por él como «sentido deca­dente», refiriéndose a los fantasmas o imágenes, que subsisten después de haber cesado los mecanismos fisiológicos de la sensación. Pero, junto a esta «imaginación simple», que es pasiva, existe igualmente la «imaginación compuesta», que crea nuevas imágenes ordenando las viejas. Hobbes afirma que la «serie» de pensamientos de la mente va guiada por un principio general de asociación, pero no desarrolla plenamente esta idea. Tampoco Locke va demasiado lejos en el famoso capítulo «De la asociación de las ideas», que añadió a la cuarta edición (1700) de su Essay Concerning Human Understanding (1690). La tendencia de las ideas que las im­pulsa a asociarse y sucederse unas a otras en la mente, fue considerada por Locke como algo patológico del entendimiento: esto explica varios tipos de error, y la di­ficultad de erradicarlos. La acción de la fantasía se hace sobre todo patente, según Locke, en la tendencia del lenguaje poético a convertirse en figurativo. Mientras estamos interesados por el placer, no pueden afectarnos tales ornamentos de estilo, pero las metáforas y símiles son «trampas perfectas» cuando nos interesamos por la verdad. Locke refleja aquí una desconfianza hacia la imaginación ampliamente extendida a finales del siglo XVII. Desconfianza que se pone de manifiesto en un famoso pasaje de la History of the Royal Society (1702), donde su autor Sprat describe el «riguroso, desnudo y natural modo de hablar», con palabras perfectamente cla­ras, que debe caracterizar al discurso científico, y lo contrapone a los «especiosos tropos y figuras» de la poesía.


La teoría de la asociación de ideas fue desarrollada en una psicología sistemática por Hume y por Hartley. En Hume, la tendencia de las ideas a emparejarse unas con otras debido a la semejanza, proximidad o vinculación causal, constituyó un importante principio para explicar muchas operaciones mentales; Hartley, por su parte, desarrolló este método. A pesar de los ataques de que fue objeto, el asociacionismo desempeñó un papel crucial en algunos intentos del siglo XVII encaminados a explicar el placer causado por el arte.



El problema del gusto


La investigación de los efectos psicológicos del arte y de la experiencia estética (en términos modernos), siguió en su evolución dos caminos distintos, pero que ocasio­nalmente se interfieren: 1) el intento de lograr un adecuado análisis y explicación de ciertas cualidades estéticas básicas (la belleza, lo sublime), y 2) el estudio de la na­turaleza y justificación del juicio crítico: el problema dei «gusto». Sin pretender separar completamente ambas cosas, vamos a considerar primero a aquellos filósofos de la primera parte del siglo XVII en cuya reflexión predo­mina el segundo problema.


Una fase del pensamiento estético fue iniciada por los influyentes escritos del tercer conde de Sahftesbury. La filosofía de Shaftesbury era básicamente neoplatónica, pero, para insistir en la inmediatez de nuestra impresión de la belleza y también para subrayar su idea de que la armonía percibida como belleza es igualmente per­cibida como virtud, Shaftesbury denominó «sentido mo­ral» a ese «ojo interior» que capta la armonía a la vez en sus formas estéticas y éticas. La idea de una facultad especial destinada a la aprehensión estética, constituía una forma de la teoría del gusto. Otras contribuciones de Shaftesbury al desarrollo de la estética, son su des­cripción del desinterés como característica de la actitud estética y su particular estima (acorde con la de sus contemporáneos John Dennis y Thomas Burnet) de las formas vírgenes, impresionantes e irregulares de la natu­raleza: un gusto que contribuyó a destacar durante el siglo XVII el concepto de lo sublime como cualidad es­tética distinta de la belleza.


Los artículos de Joseph Addison sobre el goce estético en la revista The Spectator, concebían el gusto sim­plemente como la capacidad de discernir las tres cuali­dades que originan «los placeres de la imaginación»: grandeza (es decir, sublimidad), singularidad (novedad) y belleza. Addison llevó a cabo algún intento de explicar por qué de la percepción de tales cualidades se espera un gran placer de tipo especial; pero no pasó de ahí. Su aportación (merecedora del aprecio de los pensadores que le siguieron) consistió en la decidida y provocadora forma en que planteó muchas de las cuestiones funda­mentales.


El primer verdadero tratado de estética en el mundo moderno fue la obra de Francis Hutcheson titulada Inquiry Concerning Beauty, Order, Harmony and Design, primera parte de An Inquiry Into the Original of our Ideas of Beauty and Virtue (1725). Hutcheson se apropió la idea de Shaftesbury acerca de un sentido interior: el «sentido de la belleza» es la facultad de formar la idea de belleza en presencia de ciertas cualidades de ob­jetos capaces de suscitarla. El sentido de la belleza no depende del juicio o la reflexión; no responde a aspec­tos intelectuales o utilitarios del mundo, ni tampoco de­pende de la asociación de ideas. Su análisis puso de ma­nifiesto que percibimos la belleza de un objeto cuando presenta una «mezcla adecuada de uniformidad y varie­dad», de suerte que la belleza varía con cada una de ellas si la otra se mantiene constante. De esta manera se ponen las bases para un patrón no relativista de jui­cio, y las variaciones en la preferencia real se explican como debidas a las diferentes actitudes con que es abordado el objeto bello, en el arte o en la naturaleza.


El problema de un tipo estándar de gusto fue el punto de mayor interés para David Hume al reflexionar sobre temas estéticos. En su Treatise insinúa que «la belleza es aquel orden y disposición de las partes que, o por constitución primaria (primary constitution) de nuestra naturaleza, o por costumbre [custom], o por capricho [caprice], resulta apto para procurar placer y satisfacción al alma, admitiendo así, como Hutcheson, que in­fluyó en él considerablemente, un goce inmediato de la belleza, pero admitiendo también una transferencia de este goce por asociación. Verbigracia, la apariencia (no necesariamente la realidad) de la conveniencia o utilidad explica por qué muchos objetos son considerados bellos. Algunos tipos de belleza, pues, son simplemente percibidos o no; los juicios que les conciernen no cabe rectificarlos. Pero en otros casos, especialmente en arte, la argumentación y la reflexión pueden modificar el jui­cio. Donde mejor se analiza este problema es en el ensayo «Of the Standard of Taste». Hume afirma aquí que es natural buscar un patrón o estándar de gusto, merced al cual las preferencias estéticas pueden denominarse correctas o incorrectas, especialmente cuando se dan casos manifiestos de error («Bunyan es mejor escri­tor que Addison»). Las normas o criterios de juicio han de establecerse reflexionando inductivamente sobre aque­llas características de las obras de arte que las hacen más agradables a un observador cualificado, es decir, a un observador con experiencia, sereno, sin prejuicios. Pero siempre existirán campos donde la preferencia sea debi­da al temperamento, la edad, la cultura y otros factores similares no modificables mediante razonamiento; no hay ningún patrón objetivo que permita solventar racionalmente tales diferencias.



Las cualidades estéticas


La investigación de las condiciones necesarias y sufi­cientes de la belleza y de otras cualidades estéticas se prosiguieron con entusiasmo durante la segunda mitad del siglo XVIII. En este debate desempeñó un papel im­portante la obra juvenil de Edmund Burke titulada A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful (1757). Su argumentación se desarrolla en dos niveles, fenomenológico y fisiológi­co. La primera tarea consiste en explicar las cualidades que permiten a los objetos suscitar en nosotros los sen­timientos de belleza («amor» sin deseo) y sublimidad («asombro» sin peligro real). Ante todo, el sentimiento de lo sublime implica cierto grado de temor — un temor controlado— , resultando el alma atraída y colmada por­ lo que contempla. Así, cualquier objeto capaz de sus­citar las ideas de dolor y peligro, o es asociado a tales cosas, o si tiene cualidades susceptibles de operar de modo parecido, puede ser sublime. Burke dice a con­tinuación que la oscuridad, la fuerza, la privación y va­riedad, la inmensidad que se aproxima a la infinitud, et­cétera, contribuyen a la sublimidad. La belleza recibe un tratamiento análogo: la emoción paradigma es res­puesta a la belleza femenina, excluida la lujuria, y los objetos pequeños, suaves, que varían imperceptiblemente, delicados, etc., pueden provocar el sentimiento de be­lleza. La misma escena puede ser a la vez bella y sublime, pero, debido a la oposición en algunas de sus condiciones, no puede ser intensamente una de ellas si es ambas cosas


Luego, Burke pasa al segundo nivel de su explicación. Se pregunta por lo que permite a las cualidades perceptivas evocar los sentimientos de belleza y sublimi­dad y responde que lo hacen produciendo efectos fisio­lógicos como los del amor y temor reales. Ésta es una de las famosas hipótesis de Burke, un primer intento de estética fisiológica.


En este período realmente fecundo de la investigación estética, muchos otros escritores, más o menos sofistica­dos, contribuyeron a la teoría de la belleza y la sublimi­dad, y a sentar las bases del gusto. Entre las obras más importantes, dignas aún de leerse por algunas de sus su­gerencias, están el Essay on Taste de Gerard, que hizo amplio uso de la asociación al explicar el placer que nos producen la belleza, la novedad, la sublimidad, la imita­ción, la armonía, el ridículo y la virtud; los Elements of Criticism (1762) de Henry Home (Lord Kames), las Lectures on Rhetoric and Belles Lettres de Hugh Blair, y el ensayo de Reid en torno al gusto, que forma parte de sus Essays on the Intellectual Powers of Man (1785). En el Continente, la existencia o no de un sentido esté­tico especial fue discutida, junto con otros muchos pro­blemas, por Jean-Pierre de Crousaz, Traité du beau (1714) y el Abbé Dubos, Réflexions critiques sur la poésie et sur la peinture (1719). Son también de destacar las obras Temple du goüt de Voltaire (1733), Essai sur le beau (1741) de Yves-Marie André y, especialmente, el artículo sobre la belleza que escribió Diderot para la Encyclopédie (1751), donde analiza la experiencia de la belleza como la percepción de «relaciones» (rapports).


En general, el posterior desarrollo de la estética empirista incluyó intentos cada vez más ambiciosos de explicar los fenómenos estéticos a través de la asociación; un reconocimiento cada vez más extendido de las cuali­dades estéticas, al margen de un concepto limitado de belleza; una mayor reflexión sobre la naturaleza del «ge­nio», la capacidad de «captar una gracia fuera del alcan­ce del arte», y una creciente convicción de que los prin­cipios críticos han de justificarse, si es que pueden serlo, en el marco de los resultados obtenidos y el alto nivel de discusión alcanzado por el movimiento empirista, pue­den observarse muy bien en un tratado posterior de Archibald Alison, su Essays on the Nature and Princi­pies of Taste (1790). Alison abandona la esperanza de lograr simples fórmulas de belleza y reduce el placer del gusto al goce de seguir una serie de imaginaciones, en la que algunas ideas producen emociones y donde la serie entera se halla vinculada por una emoción domi­nante. No se requiere ningún sentido especial; los prin­cipios de asociación lo explican todo. Y los argumentos con que Alison defiende sus principales tesis, así como la meticulosa aportación de pruebas en todos los puntos, son modelo de una especie de estética. Por ejemplo, me­diante comparaciones experimentales, puso de manifiesto que las cualidades particulares de los objetos o de la «línea de belleza» de Hogarth, no producen ningún placer estético, a menos que resulten «expresivas» o asuman el carácter de signos, al ser capaces de iniciar una serie de asociaciones; y otro tanto ocurre, dice, con los colores: «La púrpura, por ejemplo, ha adquirido cierto carácter de dignidad por su accidental vinculación con el atuendo de los reyes»­


Recopilación del libro "Estética, historia y fundamentos", de Monroe C. Beardsley, y John Hospers.