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Estética.
El idealismo alemán: Kant

Al reservar al problema de los juicios estéticos la ma­yor parte de su tercera Crítica (Kritik der Urteilskraft, 1790), Kant se convirtió en el primer filósofo moderno que hacía de su teoría estética parte integrante de un sistema filosófico. Porque en ese volumen intentó relacionar los mundos de la naturaleza y la libertad, que las dos primeras Críticas habían distinguido y separado.



Análisis kantiano de los juicios de gusto

Kant se replantea los problemas del pensamiento es­tético del siglo XVIII, con el que estaba muy familiari­zado, en la forma característica de la filosofía crítica: ¿Cómo son posibles los juicios acerca de la belleza y lo sublime? Es decir, habida cuenta de su evidente subje­tividad, ¿cómo ha de justificarse su implícita reivindica­ción de validez general? El hecho de que tales juicios reivindiquen una validez general siendo también subje­tivos, es estudiado por Kant minuciosamente en la «Ana­lítica de la Belleza» y en la «Analítica de lo Sublime».

Los juicios de belleza (llamados también juicios de gusto) se analizan en términos de los cuatro «momentos» del cuadro de categorías: relación, cantidad, cualidad y modalidad. Primero, el juicio de gus­to (como los juicios ordinarios), no subsume una representación bajo un concepto-, sino que afirma una relación en­tre la representación y una satisfacción especial desintere­sada, es decir, una satisfacción independiente del deseo e interés. Segundo, el juicio de gusto, aunque singular en su forma lógica («Esta rosa es bella»), da pie para una aceptación general, a diferencia de una afirmación de mero placer sensible, que no impone obligación alguna de acep­tarla. Sin embargo, paradójicamente, no exige ser respalda­do por razones, ya que ningún argumento puede obligar a nadie a estar de acuerdo con un juicio de gusto. Ter­cero, la satisfacción estética la provoca un objeto que es intencional en su forma, aunque de hecho no tenga ob­jetivo o función alguna; debido a cierta totalidad pa­rece como si estuviese de algún modo ordenado a la comprensión: posee «intencionalidad sin intención» (Zweckmassigkeit ohne Zweck). Cuarto, el juicio de gus­to exige que lo bello diga necesaria referencia a la satis­facción estética: esto no significa que cuando nos sentimos impresionados de esa manera por un objeto poda­mos garantizar que todos los demás se sientan impresio­nados de igual modo, sino que deberían experimentar la misma satisfacción que nosotros.­



El problema de la validación

Los cuatro aspectos precedentes del juicio de belleza suscitaron el problema filosófico de la validación, que Kant formula como hiciera con los problemas paralelos en las primeras Críticas-. ¿Cómo legitimar su exigencia de necesidad y la «universalidad subjetiva?» Esto sólo puede hacerse, dice, si se logra demostrar que las condi­ciones presupuestas en tal juicio no se limitan al indi­viduo que lo emite, sino que pueden adscribirse razona­blemente a todos los seres racionales. Otro indicio de me­nos valor nos lo ofrece el desinterés de la satisfacción estética, porque si nuestra satisfacción no depende en modo alguno de los intereses individuales, asume una es­pecie de intersubjetividad. Pero la validación a priori del juicio sintético de gusto, requiere una mayor profundización, es decir, una deducción trascendental.

El núcleo de esta argumentación es el siguiente: El conocimiento empírico resulta posible debido a que la facultad judicativa puede emitir a la vez conceptos gene­rales e intuiciones sensoriales particulares preparadas para ella en la imaginación. Estos casos de juicio determinado presuponen, sin embargo, una armonía general entre la imaginación, en su libre capacidad sintetizadora de representaciones, y el entendimiento, en su legitimidad a prio­ri. La intencionalidad formal de un objeto en cuanto ex­perimentado puede inducir lo que Kant denomina «un libre juego de la imaginación», un intenso placer desin­teresado, que depende no de un conocimiento particular cualquiera, sino precisamente de la consciencia de la ar­monía existente entre las dos facultades cognoscitivas: la imaginación y el entendimiento. Este es el placer que afirmamos en el juicio de gusto. Puesto que la posi­bilidad general de compartir el conocimiento con otros, que podemos considerar garantizada, presupone que en cada uno de nosotros existe una cooperación de la ima­ginación y el entendimiento, se sigue que todo ser racio­nal posee la capacidad de sentir, en adecuadas condiciones perceptivas, esta armonía de las facultades cognos­citivas. Por eso, un verdadero juicio de gusto puede le­gítimamente aspirar a ser verdadero para todos

El sistema kantiano exige que haya una dialéctica del gusto, con una antinomia que ha de resolverse de acuer­do con los principios de la filosofía crítica. He aquí una paradoja en torno al papel del concepto en el juicio de gusto: si el juicio implica conceptos, ha de ser racional­mente discutible y demostrable con razones (cosa que no sucede), y si no implica conceptos, no puede ser objeto de desacuerdo (como sucede realmente). La solución se halla en que ningún concepto determinado está implica­do en tales juicios, sino sólo el concepto indeterminado de lo suprasensible o la cosa-en-sí-misma, que subyace tanto al objeto como al sujeto juzgador.



Kant y lo sublime

El análisis kantiano de lo sublime sigue muy distintos derroteros. Esencialmente, explica esta especie de satis­facción como un sentimiento de la nobleza de la razón misma y del destino moral del hombre, que surge de dos formas:

1- Cuando nos enfrentamos en la naturaleza con algo extremadamente vasto (lo sublime matemático), nuestra imaginación desfallece en la tarea de abarcarlo y nos hacemos conscientes de la supremacía de la razón, cuyas ideas alcanzan la totalidad infinita.

2- Cuando nos enfrentamos con una fuerza abruma­dora (lo sublime dinámico), la debilidad de nuestro yo empírico nos hace conscientes (también por contraste) de nuestra dignidad en cuanto seres morales. En este aná­lisis, así como en sus observaciones finales sobre lo bello en la naturaleza, Kant tiende en cierto modo a restable­cer en un solo nivel cierta conexión entre campos por cuya autonomía en distintos niveles él mismo había lu­chado. Como hiciera anteriormente con los conceptos a priori del entendimiento y de la esfera de la moralidad, también aquí intenta probar que lo estético tiene consis­tencia en sí mismo, independientemente del deseo y el interés, del conocimiento o la moralidad. Sin embargo, puesto que la experiencia de la belleza depende de la contemplación de los objetos naturales como si fuesen en cierto modo producto de una razón cósmica empeñada en hacérsenos inteligible,y puesto que la experiencia de lo sublime hace uso de lo informe y horrendo natural para encumbrar a la razón misma, estos valores estéticos sirven, en definitiva, a un fin y a Una necesidad moral, ensalzando y ennobleciendo el espíritu humano.


Recopilación del libro "Estética, historia y fundamentos", de Monroe C. Beardsley, y John Hospers.