Los Padres de la Iglesia primitiva mantuvieron cierto recelo en torno a la belleza y las artes: temían que un excesivo interés por las cosas de la tierra pudiera perjudicar al alma, cuya verdadera vocación está en otra parte; y se mostraron especialmente recelosos porque la literatura, el drama y las artes visuales de que tuvieron conocimiento, estaban estrechamente vinculadas a las culturas paganas de Grecia y Roma. Sin embargo, pese al riesgo de idolatría, la escultura y la pintura fueron admitidas por ellos como soportes lícitos de la piedad, y también aceptaron la literatura como parte de la educación en las artes liberales. El interés por los problemas estéticos no formaba apenas parte de la filosofía medieval; no obstante, pueden rastrearse algunas importantes líneas de pensamiento en las obras de los dos pensadores más destacados.
San Agustín
En sus Confesiones (IV, xiii), San Agustín hace algunas alusiones a su perdida obra primeriza De pulchro et apto, donde distingue una belleza que corresponde a las cosas en cuanto forman un todo, y otra belleza que les corresponde en virtud de su adaptación a alguna otra cosa o en cuanto parte de un todo. No podemos tener seguridad, a través de su breve comentario, de la naturaleza exacta de esta distinción. Sus reflexiones posteriores en torno a la belleza se encuentran diseminadas por todas sus obras, y especialmente en De ordine (del año 386), De vera religione (del año 390) y De música (entre 388-391), que constituye un tratado en torno a la medida.
Los conceptos claves en la teoría agustiniana son unidad, número, igualdad, proporción y orden; de ellos, la unidad es la noción básica, no sólo en el arte (De ordine, II, xv, 42.), sino también en la realidad. La existencia de cosas individuales que forman unidades, y la posibilidad de compararlas con miras a la igualdad o semejanza, origina la proporción, la medida y el número (De musica, VI, xiv, 44; xvii, 56; De libero arbitrio, II, viii, 22). En varios lugares insiste en que el número es fundamental, tanto para el ser como para la belleza: «Examina la belleza de la forma corporal, y encontrarás que todas las cosas están en su sitio debido al número» (De libero arbitrio, II, xiv, 42). El número da origen al orden, el ordenamiento de las partes iguales y desiguales en un todo integrado de acuerdo con un fin. Y del orden fluye un segundo nivel de unidad, la unidad que emerge de totalidades heterogéneas, armonizadas o dispuestas simétricamente mediante relaciones internas de semejanza entre las partes (De vera religione, xxx, 55; xxxii, 59; De musica, VI, xvii, 58)
Una característica importante de la teoría agustiniana es que la percepción de la belleza implica un juicio normativo. Percibimos los objetos ordenados como ajustados a lo que deben ser, y los objetos desordenados como no ajustados a ello; esta es la razón de que el pintor pueda rectificar sobre la marcha y de que el crítico pueda juzgar (De vera religione, xxxii, 60). Pero esta perfección o imperfección no puede ser meramente percibida (De musica, VI, xii, 34); el espectador ha de llevar dentro un concepto del orden ideal, que le fue dado por cierta «iluminación divina». De aquí se sigue que el juicio de belleza es objetivamente válido: no puede darse en él relatividad alguna (De Trinitate, IX, vi, 10; De libero arbitrio, II, xvi, 41)
Santo Tomás de Aquino
La doctrina de Santo Tomás en torno a la belleza la encontramos concisamente expuesta, y casi de modo fortuito, en unos cuantos pasajes claves, que se han hecho justamente famosos por sus ricas implicaciones. La bondad es uno de los «trascendentales» en su metafísica, siendo predicable de todos los seres y hallándose presente en todas las categorías aristotélicas; es el Ser considerado en relación con el deseo o apetito (Summa Theologica, I, q. 5, art. 1). Lo agradable o placentero es una de las divisiones de la bondad: «lo que ultima el movimiento del apetito en forma de descanso en la cosa deseada, se denomina agradable» (Summa Theologica, I, q. 5, art 6) Y la belleza es aquello que agrada a la vista (pulchra enim dicuntur quae visa placent) (Summa Theologica, I, q. 5, art 4)
Por supuesto, la contemplación «visual» se extiende aquí a cualquier otra percepción cognoscitiva; la percepción de la belleza es una especie de conocimiento (Esto explica que no se dé en los sentidos inferiores del olfato y el tacto (Summa Theologica, I-II, q. 27, art. 1). Dado que el conocimiento consiste en abstraer la forma que hace a un objeto ser lo que es, la belleza depende de la forma. La afirmación tomista más conocida en torno a la belleza, aparece en una discusión del intento agustiniano de identificar las personas de la Trinidad con algunos de sus conceptos claves: al Padre con la unidad, etc. La belleza, dice, «incluye tres condiciones» (Summa Theologica, I, q. 39, art. 8):
a) La primera es la «integridad o perfección» (integritas sive perfectio): los objetos rotos o deteriorados o incompletos, son feos.
b) La segunda es la «debida proporción o armonía (idebita proportio sive consonantia), que puede referirse parcialmente a las relaciones entre las partes del objeto mismo, pero sobre todo se refiere a cierta relación entre el objeto y quien lo percibe: por ejemplo, el que el objeto claramente visible sea proporcionado a la vista.
c) La tercera es la «luminosidad o claridad» (claritas) o brillantez (Ver también Summa Theologica, II-II, q. 145, art. 2; q. 180, artículo 2.). Esta tercera condición ha sido diversamente explicada; se relaciona con la tradición neoplatónica medieval, en donde la luz es un símbolo de la belleza y verdad divinas (Ver el Pseudo-Dionisio, en De divinis nominibus, cap. 4; Robert Grosseteste, De luce y su comentario al Hexaémeron). La claridad es ese «resplandor de la forma (resplendentia formae) que se difunde por las partes proporcionadas de la materia», según se dice en el opúsculo De pulchro et bono (I, vi, 2), escrito por Sto. Tomás en su juventud o por su maestro Alberto Magno. Las condiciones de la belleza pueden establecerse unívocamente; pero la belleza, siendo parte de la bondad, es un término analógico (es decir, posee diversos sentidos cuando se aplica a diferentes tipos de cosas). Significa toda una familia de cualidades, porque cada cosa es bella a su manera (Tomás de Aquino, Comentario a los Salmos, Salmo XLIV, 2; cfr. Comentario a De divinis nominibus, IV, 5)
La teoría de la interpretación
La finalidad práctica que se impusieron los Padres primitivos en orden a aclarar, conciliar y sistematizar los textos bíblicos para defender al cristianismo de sus enemigos externos y de las desviaciones heréticas, necesitaba un método de interpretación exegética. La tradición griega alegorizadora de Homero y Hesíodo, y la tradición rabínica que expone también alegóricamente las Escrituras judías, fueron recogidas y cuidadosamente elaboradas por Filón de Alejandría. Sus métodos fueron adoptados por Orígenes, quien distinguió tres niveles de sentido en la Escritura: el literal, el moral y el espiritual o místico (Ver De principiis, IV, i, 16, 18, 20). Este método lo trasladaron a Occidente Hilario de Poitiers y Ambrosio de Milán, y lo desarrolló ulteriormente Juan Casiano, cuya formulación y ejemplos se convirtieron en modélicos a lo largo del período medieval, hasta el tiempo de Dante (Ver la carta de Dante a Can Grande, 1319, y el prólogo al Paraíso).
En el ejemplo de Casiano 9C Jerusalén, en el Antiguo Testamento, es «literalmente» o «históricamente» la ciudad de los judíos; en el plano «alegórico», o en el que se pasó a denominar «típico», se refiere proféticamente a la posterior Iglesia de Cristo; en el plano «tropológlco» o moral, es símbolo del alma individual; y en el plano «anagógico» simboliza la Ciudad de Dios. Estos tres últimos niveles reciben a veces conjuntamente la denominación de sentidos «alegóricos», o (como en Santo Tomás), «espirituales». Según indica el mismo aquinatense (Summa Theologica, I, q. 1, art. 10), el sentido «literal» incluye también afirmaciones metafóricas.
Orígenes insistió en que todos los textos bíblicos deben poseer el nivel más alto de sentido, el «espiritual», aunque pueden carecer de sentido moral, e incluso de sentido literal, en el caso de que se siguiera un gran absurdo interpretándolos de esta forma. Orígenes fue seguido en esto por San Agustín (De doctrina christiana, III, x, 14; xv, 23), pero no por Hugo de San Víctor ", quien sostiene que los sentidos del segundo nivel son función del primero, y que siempre es posible encontrar un sentido del primer nivel cuando lleva incluida la metáfora.
Como el cristianismo enseña que el mundo fue creado por Dios ex nihílo, en vez de generado o configurado a partir de algo previo, los pensadores cristianos tendieron en la Edad Media a sostener que la naturaleza misma debe llevar impresas las huellas o señales de su origen y ser una encarnación simbólica de la Palabra; en esta perspectiva, al igual que la Sagrada Escritura, también la otra creación de Dios puede ser objeto de interpretación. Así, la naturaleza se convierte en una alegoría, y todos los objetos naturales constituyen un símbolo de algo que los trasciende. Esta visión alcanza su máximo desarrollo en Juan Escoto Eriúgena (De divisione naturae, I, iii) y San Buenaventura (Collationes in Hexaemeron, II, 27.)