La obra de Cuno Amiet se articula desde el inicio en torno al color como estructura fundante. Ya en sus primeros años de formación, su contacto con los círculos postimpresionistas en Francia lo llevó a rechazar los métodos académicos tradicionales y a adoptar una paleta de colores puros, utilizados sin mezclas tonales, distribuidos por planos que reemplazaban la perspectiva y el modelado con una construcción basada en armonías cromáticas. Esta decisión marcó el rumbo de toda su producción posterior y estableció desde temprano una distancia con las formas convencionales de representación vigentes en la pintura suiza de su tiempo.
El periodo de formación en Pont-Aven, entre 1892 y 1893, fue decisivo. Allí asimiló influencias que transformaron su manera de entender la pintura. El color se convirtió en su herramienta central para transmitir estructura, emoción y atmósfera. Esta adopción temprana del color como fin expresivo, no subordinado a la forma, fue inusual en el contexto suizo de finales del siglo XIX. Desde entonces, su trabajo muestra una preferencia por composiciones planas, simplificadas, con contornos escasos y una aplicación directa del pigmento, sin transiciones suaves ni veladuras.
En la etapa comprendida entre fines de la década de 1890 y los primeros años del siglo XX, su producción revela una búsqueda constante de efectos luminosos y una multiplicación de motivos tratados bajo diferentes condiciones de luz o estación. Retratos, paisajes y escenas rurales fueron utilizados como campo de prueba para ensayar distintas combinaciones cromáticas. Esta insistencia en abordar un mismo tema con variantes mínimas revela una preocupación más formal que narrativa: la pintura no como medio de ilustración sino como superficie activa de relaciones entre colores.
Su incorporación en 1906 al grupo Die Brücke señaló el inicio de una etapa donde la vibración cromática se volvió más intensa. Durante esos años exploró un tipo de expresividad basada en el contraste, con colores aplicados de manera más cruda y composiciones más angulosas. A pesar de esta cercanía con el expresionismo alemán, nunca abandonó del todo su sentido del equilibrio. Su uso del color, aun cuando se volvía audaz, mantenía una intención armónica, que lo separaba de los efectos violentos buscados por otros miembros del grupo.
Desde el punto de vista técnico, su pintura fue deliberadamente variada. En las primeras décadas de su carrera experimentó con diferentes materiales y métodos. Utilizó témperas elaboradas con huevo, mezclas de aceite y medios sintéticos, recurrió a soportes diversos y a capas de preparación que le permitían trabajar tanto en finas veladuras como en capas espesas de aplicación directa. Esta diversidad de procedimientos respondía a un interés constante por las cualidades físicas de la pintura, su comportamiento en el tiempo, su resistencia y textura.
Las obras de su etapa madura, a partir de los años veinte, muestran una depuración en la estructura y una mayor contención expresiva. Los temas continúan siendo similares —jardines, escenas campestres, retratos, figuras en reposo— pero el enfoque cambia: la composición se simplifica, el dibujo se disuelve, y la distribución de los colores busca un efecto más atmosférico. La figura pierde centralidad frente al campo pictórico, que se vuelve protagonista. La pincelada, sin perder energía, se integra en un sistema donde la tensión proviene menos del motivo que de las relaciones internas entre los tonos.
En las décadas de 1940 y 1950 se observa una tendencia hacia la abstracción. El interés ya no está en el objeto representado sino en la vibración del color, en su interacción dentro del espacio pictórico. La superficie adquiere autonomía. Las formas se fragmentan o se disuelven en campos rítmicos donde el pigmento parece flotar. Los temas, aunque aún identificables, funcionan como pretextos para resolver un equilibrio de masas y valores cromáticos. En muchos casos, el motivo se reduce a una mera sugerencia. La pintura se transforma en una experiencia óptica.
En este largo proceso, el color se mantuvo como su eje rector. Lejos de adoptar un lenguaje único, su obra refleja un eclecticismo intencional. No buscó una fórmula que pudiera repetir, sino que optó por una exploración continua de relaciones posibles dentro de su propio universo plástico. Esto le permitió incorporar elementos de tradiciones distintas sin comprometer su autonomía: el sintetismo francés, el expresionismo alemán, la pintura decorativa del modernismo. Pero en todos los casos filtró estas influencias por una sensibilidad que permaneció personal y coherente.
Uno de los aspectos más distintivos de su producción es la reiteración temática. Paisajes de invierno, campos de cosecha, jardines en flor, autorretratos, interiores con figuras. Estos temas se repiten a lo largo de toda su carrera, pero cada reiteración implica una nueva solución formal. No hay intención narrativa ni simbólica. El motivo es utilizado como estructura sobre la cual ensayar nuevas relaciones visuales. Este método de trabajo revela una actitud analítica hacia la pintura, que se manifiesta incluso en los momentos de mayor espontaneidad.
El tratamiento de la materia es otro rasgo esencial de su obra. Amiet no se limitó a aplicar pigmento: investigó la consistencia, la saturación, la adherencia y la forma de envejecimiento de los materiales. Sus obras presentan capas de diferente espesor, acabados opacos o brillantes, texturas variadas que dan cuenta de un interés por lo táctil tanto como por lo visual. Esta atención al aspecto físico de la pintura coincide con su convicción de que el color no es sólo efecto óptico, sino también sustancia.
Aunque mantuvo vínculos con movimientos de vanguardia, su posición fue siempre lateral. No se adscribió por completo a ninguna corriente y tampoco intentó generar una escuela. Su obra no fue programática. Fue producto de una práctica constante, de una evolución silenciosa, apartada de los centros dominantes de la modernidad. Esta distancia no le impidió dialogar con su tiempo, pero lo hizo desde un lugar propio, sin renunciar a una tradición pictórica entendida como disciplina autónoma.
A lo largo de más de setenta años de trabajo, su producción revela un trayecto sostenido por un solo impulso: explorar las posibilidades del color. Desde la aplicación plana y antinaturalista de sus inicios, hasta las composiciones casi abstractas de sus últimos años, su pintura no dejó de buscar nuevas formas de articulación cromática. Esta fidelidad a un problema plástico específico es lo que le confiere unidad a una obra tan extensa y formalmente diversa.
El recorrido técnico y visual que dejó tras de sí constituye una de las trayectorias más rigurosas del arte moderno en Suiza. No por su radicalismo, sino por su constancia. Su pintura no es resultado de una ruptura, sino de una continuidad exigente, de una voluntad de hacer del color un medio de construcción y, al mismo tiempo, un fin en sí mismo.